La crisis se ha llevado por delante muchos principios morales y jurídicos y ha dejado en la cuneta el disfrute de derechos sociales y humanos fundamentales, pero si alguna de las injusticias que se vienen cometiendo destaca sobremanera me parece que es el trato que están recibiendo las personas y familias que pierden su vivienda por culpa de una crisis que no han provocado.
Los últimos datos permiten prever que a finales de año llegarán a ser unas 300.000, una cifra posiblemente menor a la real y que en cualquier caso no refleja el daño total que han provocado en el patrimonio familiar de las clases trabajadoras las condiciones leoninas que han acompañado a miles de contratos hipotecarios.
Muchas de esas familias no solo han perdido la vivienda sino que además siguen pagando la diferencia entre el préstamo recibido (con una tasación al alza de vivienda de por medio) y el valor de ejecución (que suele tasarse, por el contrario, muy a la baja, mucho más de lo que en realidad disminuyen los precios de mercado).
Es una verdadera vergüenza que en todos estos años ni el gobierno ni el principal partido de la oposición se hayan puesto de acuerdo para afrontar este drama y para evitar, de forma efectiva modificando la Ley Hipotecaria y no con los parches que solo a última hora se han querido poner, que el derecho a la vivienda que pregona la Constitución se convierta también en humo.
Con tal de salvar los intereses de unas entidades financieras que siguen ganando miles de millones de euros, como en su día reconoció expresamente el ministro José Blanco, se ha renunciado a llevar a cabo reformas legales que terminen con la situación que estamos viviendo.
Los mismos parlamentarios que en un dos por tres se pusieron de acuerdo nada más y nada menos que para reformar la Constitución renunciando a la soberanía nacional sobre aspectos que quizá en los próximos meses pueden ser decisivos (como la no modificación de los créditos externos) no han dado ni un paso para introducir fórmulas legales que ya existen en muchos países para que otro derecho más, aunque ahora tan vital como el de la vivienda, no esté siempre supeditado al beneficio financiero.
La dación de pago es una figura que de forma bastante elemental hubiera podido resolver, al menos, que quien ya ha perdido su vivienda termine además arruinado para siempre pagando cuotas de préstamos que ya no le financian nada y que, para colmo, son el resultado de la desigualdad entre las partes con la que en su día se establecieron las condiciones contractuales.
Pero ha bastado que los bancos amenazaran (vaya a saber usted de qué forma en la intimidad de los despachos o de las líneas telefónicas) para que el gobierno se achante una vez más y se haya negado a dar avance alguno en esta dirección.
Es un auténtico escándalo y una prueba más de que nuestra democracia está patas arriba que quien haya tenido que salir a defender a los cientos de miles de familias humildes que pierden sus viviendas hayan sido sus propios convecinos y conciudadanos, teniéndose que enfrentar así a partidos mayoritarios, al gobierno y a la policía. Y es muy sintomático de los fines que en realidad persiguen que ninguno de esos obispos que con tanto ardor se manifiestan en defensa de la familia para atacar al gobierno, ni las organizaciones que lideran con ese aparente fin, ni el Partido Popular que siempre quiere aparecer como su gran adalid hayan movido ni un dedo para evitar esos desahucios.
Las plataformas de afectados, el movimiento 15-M y otras organizaciones y partidos son quienes están dando la batalla contra esta inmensa injusticia frente a unos partidos mayoritarios que muestran su verdadera utilidad cuando los intereses bancarios y de los poderosos se ponen por medio.
Generalmente, esos movimientos contra los desahucios vienen defendiendo la dación de pago como alternativa a la situación actual, una opción que a mí me parece insuficiente y errónea si no va más allá. Es verdad que evita, si se me permite la expresión, el recochineo de tener que seguir pagando al banco cuando éste ya se ha quedado con una vivienda por debajo del precio de mercado. No es poco pero no se puede considerar que esa sea la alternativa justa y democrática en un país moderno. Al igual que existen en otros de nuestro entorno, deberían de establecerse mecanismos de arbitraje independiente que permitieran que las partes se pusieran necesariamente de acuerdo sin que los deudores en situaciones de emergencia económica o familiar tengan que perder la vivienda, que es lo que al fin y al cabo ocurre con la dación de pago.
Esta última es un mal menor pero un mal en cualquier caso que no contempla lo que debería ser imperativo: el horizonte del derecho a la vivienda que reconoce nuestra Constitución.
Sería deseable, por tanto, que además de reclamar la dación de pago con carácter obligatorio y no solo voluntario como existe ahora se antepusiera a ello una reclamación mucho más justa y eficaz: la prevalencia del derecho a la vivienda.
Bastaría con mirar a nuestro alrededor para tomar las instituciones ya existentes y mejorar si fuese necesario, claro que para ello sería necesario mucha mayor dignidad por parte de nuestros legisladores, más independencia de criterio y una actitud más valiente frente a los grandes financieros.
Mientras tanto, seguiremos en la surrealista situación en la nos encontramos: quienes no hacen nada para evitar que los que sufren la crisis pierdan sus viviendas se proclaman defensores de la democracia. Y a quienes nos indignamos con ello, a quienes nos esforzamos por impedir los desahucios y que las familias más humildes pierdan sus viviendas no acusan, como hace la presidente de Madrid, de "impulsar golpes de estado populistas" o nos comparan con la "turbas parisinas", como hace el presidente de las Cortes José Bono. Es lo que hay.
Juan Torres López