Ayer sin ir más lejos fue el día de Santa Águeda, día en el que «mandan las mujeres». Como les he contado en varias ocasiones, mi familia es de origen charro, de un pueblo de Las Arribes que se llama Mieza de la Ribera, en la raya con Portugal, así que dado que mi madre tomaba la vara de alcaldesa, para allá que fuimos a compartir con la tribu este baile de poder precarnavalero. Y es que cada vez que aterrizo en mi pueblo en estas ocasiones de 'a diario', fuera de la presencia masiva de personal que hay cuando son fiestas más grandes, es cuando uno retoma conciencia de cuál es la realidad de la situación del medio rural y el cuarto de hora de vida que le queda.
Una vez que mi madre tomó la vara de alcaldesa en el Ayuntamiento, arropada por todo un conjunto de rostros de mujeres antiguas, felices de estar juntas y con historias de esfuerzos épicos en luchar por la vida, por su familia y por la felicidad, toda la comitiva se encaminó a la tradicional misa en la que me enteré que ésta mujer (Santa Águeda) fue una señora siciliana del siglo III martirizada por el gobernador romano de turno. Y todo por querer mantenerse virgen a favor de la recién estrenada religión cristiana. Uno dice - ¡Joder!- Vaya con esa pobre mujer ¿no? Y el romano ese ¡menudo cabronazo! Salvando las distancias hay un cierto tufillo que me recuerda a la historia desgraciadamente ya habitual de buena parte de las mujeres maltratadas que en nuestros días han sido y lo están siendo. Señoras que en muchos casos son un ejemplo de supervivencia y de lucha por sembrar vida en el desierto más hostil que pueda existir, a base de un amor nunca devuelto o reconocido.
Pero bueno. El poder ayer fue de ellas y hoy ya no se sabe quién lo tiene. Porque con lo que está cayendo y con el recuerdo de un pueblo que a pesar de su riqueza se va quedando día a día, viejo a viejo, más vacío que un conjunto vacío, uno ve hacerse reales los augurios que andan sueltos de que el hambre que nunca hemos visto está al caer, que la situación de paro y el bolsillo roto puede llegar a generar el clamor de un puño levantado. Quién sabe si la buena noticia es que estamos a las puertas de un cambio real en el orden social tal y como lo hemos padecido. No sé. Quizá he tenido una siesta con pesadillas medievales.
Una vez que mi madre tomó la vara de alcaldesa en el Ayuntamiento, arropada por todo un conjunto de rostros de mujeres antiguas, felices de estar juntas y con historias de esfuerzos épicos en luchar por la vida, por su familia y por la felicidad, toda la comitiva se encaminó a la tradicional misa en la que me enteré que ésta mujer (Santa Águeda) fue una señora siciliana del siglo III martirizada por el gobernador romano de turno. Y todo por querer mantenerse virgen a favor de la recién estrenada religión cristiana. Uno dice - ¡Joder!- Vaya con esa pobre mujer ¿no? Y el romano ese ¡menudo cabronazo! Salvando las distancias hay un cierto tufillo que me recuerda a la historia desgraciadamente ya habitual de buena parte de las mujeres maltratadas que en nuestros días han sido y lo están siendo. Señoras que en muchos casos son un ejemplo de supervivencia y de lucha por sembrar vida en el desierto más hostil que pueda existir, a base de un amor nunca devuelto o reconocido.
Pero bueno. El poder ayer fue de ellas y hoy ya no se sabe quién lo tiene. Porque con lo que está cayendo y con el recuerdo de un pueblo que a pesar de su riqueza se va quedando día a día, viejo a viejo, más vacío que un conjunto vacío, uno ve hacerse reales los augurios que andan sueltos de que el hambre que nunca hemos visto está al caer, que la situación de paro y el bolsillo roto puede llegar a generar el clamor de un puño levantado. Quién sabe si la buena noticia es que estamos a las puertas de un cambio real en el orden social tal y como lo hemos padecido. No sé. Quizá he tenido una siesta con pesadillas medievales.
Jesús Cifuentes - El norte de Castilla-