viernes, 27 de agosto de 2010

CONCIERTO DE VIOLÍN DE CHRISTIANE EDINGER - XXVI CURSO INTERNACIONAL DE COMPOSICIÓN VILLAFRANCA DEL BIERZO-







































Ayer fui con mis padres y mi prima Elena, al concierto de violín que había en Villafranca del Bierzo, con motivo del Curso Internacional de Composición. Nos gustó mucho a todos, y eso que fue sólo violín y yo tenía miedo de que fuera duro, pero la verdad es que escuchar a músicos de este nivel, aunque no se entienda de música, es una maravilla.
Después del concierto rematamos el día cenando fantásticamente bien en el Mesón Ancares.
¡Me lo pasé de maravilla!
Anina

LA HUELLA DE UN MAESTRO: DON LÁZARO VIJANDE

BIOGRAFÍA

Nació en Castropol (Asturias) en el año 1951.
Estudió bachiller en Luarca y obtuvo Magisterio en Lugo. Posteriormente, se licenció en Psicología clínica por la UNED.
En 1976 le destinan forzoso al pueblo de Campo y permanece en esa escuela hasta 1996, fecha en que abandona el magisterio para entrar en Educación Secundaria en el área de Orientación Educativa (IES de Villafranca del Bierzo).
Publicó un Anuario del Bierzo en 1994 y algunos artículos en periódicos provinciales.
También realiza trabajos de investigación sobre el Bierzo, destacando tres colaboraciones con la Junta de Castilla y León sobre este tema.
Actualmente es profesor en el Centro asociado de la UNED de Ponferrada.

----------------------------------------------------------------------

El 27 de diciembre de 1996 compartimos una noche llena de buenos recuerdos, ...un homenaje a su labor con todos nosotros, nos dedicó estas emocionadas palabras:
 
"Hizo 20 años en septiembre que llegué aquí. No conocía el pueblo de Campo. Recuerdo que estaba en Galicia y quería venir al Bierzo porque era la tierra de mi mujer. Pedí por pedir, Ponferrada y, de forma forzosa, me mandaron a Campo. Os confieso que nunca había oído hablar de este pueblo y me puse a localizarlo en un mapa.
 
Al principio me sentí un poco abrumado. Me resultaba difícil acostumbrarme al clima del Bierzo y recuerdo que no paraba de sudar de mayo a septiembre. La forma de ser de los bercianos tampoco la comprendía. Eran tan distintos a aquellos asturianos paisanos míos... Me costaba trabajo habituarme a todo esto.
 
Tenía 25 años. Era un crío y como tal me ponía a jugar con mis alumnos porque en el fondo no me veía mucho mayor que ellos...
 
Y comencé mi labor de maestro. Tenía poca experiencia y muchas ilusiones y toda una vida por delante. Nunca supe si lo que hice fue bueno porque a mis alumnos les daba lo único que yo podía dar: mi cariño y mi trabajo.
 
Pero no creáis que esto me costaba nada. Les daba mi trabajo porque me gustaba hacerlo, porque me veía capacitado para ello, porque era mi profesión y mi forma de vida. Y les daba mi cariño porque estaba obligado: ¿Quién se puede resistir a querer a unas personas que convives con ellas la mitad del día y la otra mitad las llevas en tu mente?.
 
¿Os podéis imaginar la fortuna que puede tener una persona que tiene por profesión la de educar a otros, de verles crecer escuchando sus ideas, de hacerles personas?
 
Y más aún, ¿Habrá profesión más gratificante que ésta en la que coges unos niños de tres años en el mes de septiembre, que lloran porque ya no van a seguir jugando en la cocina de casa con su madre y puedes verles crecer y hacerse hombres y mujeres a tu lado y sientes sus preocupaciones y vives sus alegrías, y, en definitiva observas que les has dado un par de alas para volar?. Ese es el secreto.
 
Pensad aún más: ¿hay para vosotros algo más grande que vuestros hijos e hijas, alguien a quien se pueda querer más, alguien por el que se pueda sufrir más o estar más alegres a su lado? ¿Hay alguien para el que se deseen mayores éxitos, mayor suerte en este mundo?.
 
Pues esos eran las personas que yo debía educar. Ese era mi trabajo. Con esos niños y niñas por los que vosotros habéis luchado día a día, en los que vosotros habéis depositado todas vuestras esperanzas y por lo que no habéis escatimado esfuerzos para darles una vida adecuada, una vida, como dicen los viejos, mejor de la que tuvisteis vosotros, y cumplir con vuestra función natural de padres y madres.
 
Mientras tanto, para mí, otro lloroncete inmenso también llegaba a mi vida.
Era Javier. Se parecía a los vuestros pero éste era además mi propia sangre. Y creció con los vuestros, jugó y lloró con los vuestros... fue siempre, porque vosotros así lo quisisteis, uno de los vuestros... era "uno de los nuestros".
 
Pude compartir vuestros secretos, vuestras alegrías y vuestras tristezas. Vuestros hijos e hijas no estaban del todo a gusto si no se lo decían al maestro, si no se lo contaban a Don Lázaro. Recuerdo cuantas veces les tuve que mandar callarse porque sus ojos, infinitamente tiernos e infinitamente sinceros, parecían querer decirlo todo, contarlo todo. No debían hacerlo porque eran cuestiones familiares y yo no tenía derecho a oírlas.
 
Y pasaron los años y yo tuve que acostumbrarme a que me llamaran Don Lázaro y casi sin darme cuenta veo que Javier va a cumplir 20 años y yo peino canas hace tiempo... Han pasado dos décadas y aunque como dice la copla "20 años no es nada" si han sido muchas cosas en todo este tiempo. Tengo que contaros esas cosas, son mis anécdotas: son parte de mi homenaje a vosotros, son mi vida...
 
Recuerdo a aquel muchacho que con doce años me hacía la vida imposible porque no encontraba su manera de hacer que trabajara un poco. Me miraba fija, silenciosamente y era incapaz de hacerle trabajar. Su padre, preocupado, me decía: "prepárelo bien, que sepa andar por el mundo".
 
No sé si lo logré pero puedo aseguraros que cuando hoy nos vemos, tan grande, tan fuerte, preguntándome por su hija y diciéndome que es un poco vaga y que debería trabajar más, que podría dar mucho más de sí... lo miro y le digo ¿recuerdas hace 20 años cuando tu padre me decía...?. Se sonríe y nos callamos. Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuero aquel otro. Era un traste. Todo el día me estaba volviendo loco y siempre me convencía. Cuando me hacía una de las suyas, le empezaba a reñir pero me cortaba rápidamente y me decía: "Espere, espere, Don Lázaro, déjeme que le explique..." Y me convencía, os juro que me convencía. Ahora cuando, al cruzarme con él por la calle, me levanta la mano desde su coche para saludarme, me convenzo de que se ha equivocado de profesión. Sería un gran político en el Congreso de los Diputados... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuerdo aquel otro que a su madre y a mí nos traía de cabeza. Tan pronto me prendía fuego a la papelera como me ponía una chincheta en mi silla cuando iba a sentarme. Hoy es un buen padre de familia, creo que hemos acertado... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuerdo aquel otro que me ayudaba a mantener mi gran vicio. Si un día me dejaba en casa por olvido el tabaco y la cartera, no había problema. Él siempre tenía dinero en su bolsillo. Me decía "espera un poco" y se marchaba a la tienda y volvía con mi ducados para aplacar mis ansias de fumar.
 
El otro día me lo encontré en Villafranca. Estoy seguro de que en su bolsillo seguiría teniendo los cuarenta duros para comprarme mis ducados y perdurar mi vicio. Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuero otro que más de una vez le quité los mocos, le lavé las manos o le sequé las lágrimas. Hoy, cuando nos vemos, y aún sin poder evitar el tratarme de Don, perdemos la noción del tiempo hablando de psicología, de lo divino y de lo humano, de la vida misma... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuerdo a aquel otro que un día me dijo que de mayor quería ser ladrón. Cuando le dije qué por qué no policía, me contestó: "Los policías no tienen dinero y los ladrones lo tienen siempre". A los pocos días había cambiado de parecer y me dijo que cuando fuera mayor sería un buen policía... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuerdo a aquel otro que, muy pequeño, y creyendo yo que todavía no estaba capacitado para comenzar a enseñarle a leer, me dijo "ya sé leer" y se puso a leer correctamente en un libro de texto sin haberle nunca enseñado ni las vocales... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuerdo a aquel otro que me reñía. Me echaba las broncas más gordas que uno puede imaginarse cuando su maestro, tan joven aún entonces, hacía alguna cosa que no le parecía bien. Yo le miraba y sonreía... Os prometo que no me atrevía a mandarle callar... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuerdo a aquel otro que me cantaba canciones que le enseñaba su abuela. Canciones que hablaban de sentimientos, canciones preciosas que a uno le ponían la piel de gallina y que él -cinco años- recitaba sin entender lo que esas letras decían... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Recuerdo a aquel otro. Quizá el que más me ha impresionado nunca. Un día vino a verme. Estaba serio, triste, inexpresivo... Me dijo: "ya he hecho todo lo que me pedías, ya he estudiado, ya he trabajado, ya he sacado un título y ahora estoy en el paro... ¿qué hago?"
 
Y os puedo jurar que ese día tuve ganas de llorar y por primera vez en mi profesión no supe responder a su pregunta. Le perdí la pista. Sé que está lejos y le va bien. Creo que no me equivoqué del todo... Y yo, le guardo un enorme cariño.
 
Y recuerdo a aquel otro que no fui capaz nunca de enseñarle a leer. Y a aquel otro que nunca necesité explicarle una lección, él se bastaba sobradamente. Y aquel otro que nada le sale bien en la vida. Y a aquel que sin yo imaginármelo es un perfecto triunfador. Y recuerdo a aquél otro, y a aquel otro... Los recuerdo a todos, y yo, absolutamente a todos les guardo un enorme cariño.
 
Necesitaría dos días para hablar de mis alumnos. Podría decir de cada uno su anécdota. Es normal, llegaban a esta escuela muy críos: con tres o cuatro años y se marchaban de mi lado cuando ya eran adolescentes. y es curioso, después, desaparecían por un tiempo.
 
El primer trimestre siguiente a abandonar la escuela venían todos los días a verme y más de un compañero, dolido él, me decía que ya estaba hasta las narices de que en su nueva clase le llamaran D. Lázaro, creyendo que seguían conmigo. Venían, decía, el primer trimestre a verme todos los días.
 
Entraban y me observaban. No decían nada. Me miraban y me escuchaban las explicaciones a sus antiguos compañeros. ¿Qué estarían pensando?
 
Pasado ese trimestre, desaparecían. Pasaban 3, 4, ..., 5 años sin que supiera nada de ellos. Si quería comentar algo de su vida, tenía que preguntárselo a sus padres. Ellos estaban a "otros rollos". Pero un día, por casualidad, los encuentras y te invitan a café y charlas y sus comentarios son una mezcla de recuerdos del pasado y realidades del presente. En su mirada aún sigues percibiendo el afecto y el cariño que observabas un montón de años antes. ¡Seguían siendo tus guajes!.
 
Más de una ocasión, mis ojos se han humedecido por ello y entonces de das cuenta que algo de ti llevan dentro, y que, para bien o para mal, estarán contigo toda la vida.
 
Y hoy estáis casi todos aquí. Vinisteis lo que me encontré en la escuela aquel mes de septiembre, unos días después de la Encina y vinieron también estos otros, los más pequeños y que dejé este último septiembre. Recuerdo que con estos, hace tan sólo unos meses salíamos a pasear por el pueblo. Ibamos como siempre, a nuestro aire. No hacía falta advertirles. Ellos sabían bien que tres o cuatro cosas estaban prohibidas, las demás eran libres de hacerlas o no, como siempre... Más de una vez nos cruzamos con alguien de Ponferrada que venía paseando y al verme con esa docena de niños, un tanto irónicamente, me decía: "¿Qué, con la familia, eh?".
 
No se equivocaba y no me estoy refiriendo al número. Pienso que en el fondo siempre tuve dos familias. Una, ésta; y la otra, esa, la que formáis todos vosotros. Una, era la biológica; otra, era la adoptiva. Una, era hecha por mí; la otra, me la habíais dado vosotros. Con ambas intenté conseguir lo único que yo siempre he anhelado: hacer felices a aquellos que estuvieran a mi lado.
 
Y llegado este momento, he de confesaros que estoy enormemente feliz porque sé que somos pocas las afortunadas personas que recibimos un homenaje por nuestro trabajo. Sé que somos infinitamente pocas las personas que, por nuestra labor, y potencialmente a la mitad de nuestra vida profesional, nos corresponden de esta forma a nuestra manera de ser y comportarnos.
 
Cuando sigues haciendo lo mismo en otro sitio con otros alumnos que tienen parecidas dudas, las mismas preocupaciones e idénticos problemas, te das cuenta de dos cosas:
 
La primera es que tu trabajo tiene sentido, aún en una sociedad ciertamente alocada y deshumanizada en la que nos toca vivir y que por ello es necesario seguir en la brecha porque siempre habrá otro muchacho que te necesite, que acuda a ti, que te pida consejo y tú debes estar dispuesto para dárselo.
 
La segunda es que esa labor tiene siempre recompensa aunque ni se diga ni pueda verse. Es el otro homenaje, el homenaje que llevas siempre contigo, el homenaje que es diferente pero tan bonito como el que ahora me estáis dando: el cariño que hasta hoy me han dado siempre mis alumnos y eso es algo que nadie, absolutamente nadie, pudo nunca quitarme. Es el pacto no escrito de un Maestro y sus Alumnos: 20 años de afecto. Indudablemente soy una de esas pocas, pocas personas afortunadas de las que antes hablaba.
 
Por eso y, llegado este momento, en el que en dos o tres horas pretendemos concentrar 20 años de una vida, sólo me queda deciros una cosa: GRACIAS POR TODO.
 
Sé que algunos de vosotros habéis abandonado vuestras obligaciones por estar aquí conmigo. Me siento orgulloso por teneros aquí y porque sé que aunque no merezco tanto, habéis demostrado vuestra generosidad y amistad para conmigo.
 
Estoy seguro, repito, que no lo merezco, pero una cosa sí os prometo: siempre me tendréis a mano, allí donde esté, haciendo la labor que sea y cuando hayan pasado cinco, diez o un montón de años más.
 
Sabéis que nunca fui amigo de pedir nada. Cuando a alguno de vosotros os pedía algo era porque yo no podía hacerlo y necesitaba vuestra ayuda. Pero hoy sí os quiero pedir dos cosas:
 
La primera de ellas es que luchéis para que vuestra escuela -mi escuela- siga siempre abierta. Un pueblo sin escuela es un pueblo sin niños y un pueblo sin niños es como un bosque sin árboles, es como una primavera sin flores, es como un cielo sin personas justas. No dejéis que os la cierren. Nadie tiene derecho a ello. Nadie tiene derecho a dejar un pueblo sin niños.
 
La segunda es más egoísta, más personal: no dejéis de reservarme un trocín de vuestro corazón para mí. Os aseguro que no hay tesoro más grande en el mundo que el saberse querido. Por eso no dejéis de considerarme algo vuestro. No dejéis, por favor, de seguir viéndome como EL MAESTRO DE CAMPO".
 
Ponferrada, 27 de diciembre de 1996,
Lázaro Vijande