Publicado en Sistema Digital el 26 de enero de 2012
Al acabar la Primera Guerra Mundial,
el Tratado de Versalles de 1919 hizo responsable a Alemania de "todos
los daños y pérdidas" causados como consecuencia del conflicto y en su
virtud le obligó a hacer frente a "reparaciones" millonarias que,
después de diversos aplazamientos y anulaciones, terminó de pagar en
octubre de 2010.
Muchos economistas y políticos de la
época, y entre ellos el más famoso de entonces, John Maynard Keynes,
mostraron que era imposible que Alemania pudiera pagar esas reparaciones
sin empobrecerse trágicamente y sin que así se ocasionasen problemas
peores que los que se trataba de resolver. E hicieron ver que incluso
sería mucho más útil para los propios aliados promover el desarrollo de
la industria y el comercio en Alemania que obligarle a hacer frente a
unas cantidades que estaban completamente fuera de su mermada capacidad
de pago. Con dramática lucidez, el economista inglés advirtió en su
libro Las consecuencias económicas de la paz, que "si nosotros
aspiramos deliberadamente al empobrecimiento de la Europa central, la
venganza, no dudo en predecirlo, no tardará”. Así fue.
Años más tarde, las cosas han cambiado
mucho. La puesta en marcha del euro a pesar de que se sabía que la
unión monetaria estaba mal diseñada, que no contaba con suficientes
mecanismos e instituciones de compensación y reequilibrio y que las
perturbaciones y los shocks asimétricos iban a ser constantes, inició
una especie de guerra económica que esta vez ha ganado Alemania pero, al
final, a costa de sufrir también las consecuencias negativas de todo
tipo que siempre están asociados a los conflictos que provocan las
estrategias de ocupación.
Desde que se creó, Alemania ha
impuesto su norma como potencia de economía abierta al resto de los
países y especialmente a los del sur europeo. A cambio de ayudas
generosas que se venden a su población como si no tuviese
contrapartidas, Alemania ha venido colonizando las economías
periféricas, bien por la vía directa de la adquisición de activos,
convirtiéndolas en importadoras masivas de sus productos, o mediante la
financiación del endeudamiento continuado que los déficits en los que
necesariamente incurrían lógicamente provocaban.
Antes de la creación del euro, los
países menos competitivos, como España, se defendían periódicamente de
la agresión comercial de los más fuertes, o de su propia debilidad
estructural, devaluando sus monedas y tomándose así un respiro que les
permitía mantener mal que bien su tejido productivo y el equilibro
exterior. Con la moneda única, y al carecer de esta estrategia
defensiva, la potencia exportadora alemana ya no ha tenido barreras (al
contrario que le ha ocurrido a los productos de la periferia en
centroeuropa) lo que debilitó poco a poco la industria y, en general, la
producción nacional en la periferia. Así se iba gestando un gran
superávit en Alemania paralelo al déficit de los países periféricos.
De 2002 a 2010 este proceso generó un
excedente de 1,62 billones de euros en Alemania, de los cuales solo
554.000 se aplicaron en su propio mercado interno para mejorar su
dotación de capital o las condiciones de vida de su población. El resto,
1,07 billones se colocó fuera de Alemania, y de esta parte 356.000 en
forma de préstamos y créditos para financiar un modelo productivo en la
periferia que, lógicamente, no fuera el que pudiera competir con el
alemán. La teoría y la historia económicas nos han enseñado que no podía
ser de otra manera: la existencia de una potencia exportadora como la
alemana de estos años solo es posible si al mismo tiempo que exporta
financia. Tiene que ser así porque, en el marco ya cerrado de una
economía como la europea (o del planeta si nos referimos al conjunto de
la economía mundial) para que unos tengan superávit otros han de tener
déficits y éstos han de financiarlos, evidentemente, quienes disponen de
excedentes a su costa.
Este estado de cosas, esta "guerra",
ha ido siendo claramente exitosa para las grandes corporaciones
centroeuropeas que se han hecho con los mercados que antes les estaban
vedados, para los exportadores alemanes, y para los bancos que han
obtenido grandes beneficios financiando la deuda creciente de una
periferia con cada vez menos capacidad de generar recursos endógenos,
puesto que la potencia exportadora en realidad ha de fagocitarlos para
poder seguir manteniendo su privilegio exportador.
A pesar de que este estado de cosas
era muy claramente perjudicial para los intereses nacionales de países
como España, Italia, Irlanda, Grecia... o incluso me atrevería a decir
que de Francia, las élites respectivas lo aceptaron como punto de
partida y lo han apoyado puesto que los grandes beneficios de las
multinacionales que los estaban colonizando y de los bancos que nadaban
en dinero gracias a la deuda gigantesca que se generaba producía un
efecto "derrame" suficientemente cuantioso como para financiar
generosamente a los partidos y a las oligarquías económicas locales y
que gracias a ello se han ido así armando con un poder político cada vez
más decisivo.
El problema que conlleva un equilibrio
de esta naturaleza, tan asimétrico, es que antes o después termina
cayendo porque se acaba la capacidad de endeudarse, porque el
empobrecimiento efectivo y continuado es insostenible o porque se
produzcan impactos externos que agudicen las asimetrías sin que haya,
como ocurre en la Unión Europea, suficientes resortes de reequilibrio.
Así, lo que ahora tenemos sobre la
mesa en Europa es un problema irresoluble sin cirugía mayor. Alemania ha
financiado, en lugar de su propio desarrollo interno y el bienestar de
sus ciudadanos o una integración más solidaria entre las economía
europeas, un modelo productivo entre su "clientela" que no permite a
ésta serlo indefinidamente. Cuando se ha producido un impacto externo
como la crisis financiera, se ha reducido la demanda en la periferia, ha
debido aumentar el déficit público a costa del privado, que en mayor
parte ha de destinarse a financiarlo, reduciéndose entonces los déficit
que engordan el superávit alemán y disminuyendo la capacidad de pago de
la deuda contraída.
Alemania teme ahora haber financiado a
unos clientes que al final puede resultar que no hagan frente a sus
deudas y ese miedo le empuja a seguir por un camino terrible y
claramente equivocado que es el que recuerda las reparaciones a las que
ella misma tuvo que hacer frente durante tanto tiempo.
La derecha política alemana y sus
grupos de poder económico se empecinan en hacer creer, y en creerse
ellos mismos, que la causa de ese peligro es el mal comportamiento de
sus socios a cuyos gobiernos tilda de manirrotos (a pesar de que, como
en España, hayan incurrido en menos incumplimientos fiscales que la
propia Alemania) y a cuyos ciudadanos acusa de haber vivido por encima
de sus posibilidades. Y esa creencia le lleva a imponer las nuevas
"reparaciones" en forma de programas de austeridad (mal llamados de
austeridad, como ya he escrito en varias ocasiones porque solo se
centran en recortar los gastos vinculados al bienestar social para abrir
la puerta a la provisión privada) que, como ocurrió hace poco menos de
un siglo, provocaron un efecto perverso del que quizá todavía estamos
pagando sus consecuencias. No podrá ser de otro modo porque imponer el
empobrecimiento y la recesión a los demás pueblos no podrá evitar, como
dijo Keynes entonces, que antes o después se produzca la venganza. En el
mejor de los casos, en forma de desintegración europea que igualmente
pagará la propia Alemania. Y en el peor, más vale ni siquiera pensarlo.