A menudo, supongo que porque uno se va “haciendo mayor”, me veo sorprendido por pensamientos lapidarios de los que cualquiera somos capaces de recordar en boca de nuestros padres. “!Ya te querrás tirar de la oreja y no llegarás!” “!Hambre de once días y el pan en Zamora!”. En fin, cosas de esas. Pero es que me atrapa el sempiterno “!A dónde vamos a llegar!”, tan extendido como expresión del espanto que a veces causa la extrañeza y la incomprensión de los acontecimientos que pueblan nuestros días.
Y es que esas preguntas ¿A dónde vamos a llegar? ¿A dónde vamos a parar?, que destinos tan desconocidos tienen por respuesta, me generan una profunda tristeza y espanto cuando las cámaras de televisión nos muestran rincones ocultos de la bajeza que gasta nuestra especie cuando se asoma a lugares como el metro de Madrid, que nos muestran de continuo las palizas que se gasta la gente en el subsuelo, originadas como siempre por la intolerancia, la violencia xenófoba, las hostias que reparten los “vigilantes de seguridad” cuando les da un arrebato, los abusos de género y las rivalidades entre grupos ultras, tanto de un signo como de otro.
La última que nos han contado por las pantallas es entre dos chavales de 18 y 19 años, Aitor y Raúl respectivamente, en la que este último se lía a puñetazos y patadas con el otro que no ofrece nunca resistencia, ante la casi absoluta pasividad y espanto de la concurrencia, hasta que hace acto de presencia la policía, que por casualidad andaba por allí de paisano. Los antecedentes están ahí. El caso Palomino, por el que un joven de 17 años murió apuñalado en las mismas circunstancias en el 2007 por un ultra fascista, son el reflejo de una hoguera descontrolada que parece desarrollarse en el subsuelo de nuestras conciencias, de nuestros transportes y de nuestras comunicaciones.
Parece ser que a través de las “redes sociales” es donde se fabrican a veces los campos de batalla que luego pasan a ser escenarios reales. Al menos ese parece ser el caso de estos dos chavales que compartían transporte público habitualmente, en el silencio más tenso que pueda salir por el rabillo del ojo, pero sabiendo en todo momento quién es quién en esta especie de juego de rol, cizañado a conciencia a través del facebook.
Pero lo malo del “¿Dónde vamos a llegar?”, es que nadie conoce la respuesta. Tiene toda la pinta de que sea poco lejos. Poco más lejos de nuestro propio ombligo que la uña del pie, que el recorrido de un lapo, o a todo lo más la extensión de nuestro brazo con el puño cerrado, que es la longitud que el odio alcanza en formato de puñetazo. De la respuesta acerca de “A dónde vamos a parar”, puedo irles anticipando que es a ninguna parte.
Jesús H. Cifuentes - el norte de castilla-