Publicado en publico.es el 8 de mayo de 2012
Las políticas de austeridad impuestas por los grandes poderes
financieros por intermedio de los gobiernos de Francia y Alemania y del
Banco Central Europeo son un fracaso sin paliativos: han llevado a casi
toda Europa a otra recesión, han agravado el peso de la deuda, las
asimetrías y el paro, están destruyendo la cohesión social de Europa y
derechos sociales cuya conquista costó décadas de conflictos y luchas,
destruyen miles de empresas, crean pobreza y exclusión, producen un
alejamiento, quién sabe si definitivo, entre la población y las
autoridades políticas, y están dando alas a la extrema derecha fascista y
neonazi que los banqueros y grandes industriales siempre han azuzado en
épocas de crisis.
No hay ninguna experiencia histórica ni evidencia empírica que
permita afirmar que se puede salir de una crisis como la que estamos (de
racionamiento financiero y falta de demanda efectiva) con menos gasto,
de modo que insistir en reducirlo sin tomar al mismo tiempo medidas que
garanticen de nuevo la financiación y que proporcionen ingresos
adicionales a la población consumidora es una vía que solo lleva a la
depresión y al desastre.
La ceguera ideológica de las autoridades políticas y de los
economistas que marcan el camino les impide reconocer esta realidad. Y
su sumisión a los poderes financieros (solo interesados ahora en
aprovechar la crisis para acrecentar sus privilegios) les lleva a
insistir en nuevos recortes, que solo sirven para que los bancos,
especuladores y grandes empresas aumenten su beneficios y un poder ya
omnímodo que está liquidando a las de por sí débiles democracias que se
permite el capitalismo de nuestra época.
Los recortes en educación, investigación, innovación, en
infraestructuras vitales y en prestaciones sociales solo van a traer
años de atraso y una inestabilidad social de terribles precedentes en
Europa.
Tan rotunda es la evidencia de todo ello, que desde hace semanas se
empezaron a abrir grietas en los bloques políticos dominantes y a
filtrarse la idea de que es imprescindible poner fin a esta barbaridad
política y económica. La presión de movimientos sociales, de economistas
críticos o incluso de las personalidades más sensatas del propio
establishment ha contribuido decisivamente a ello y la victoria del
socialista Hollande en las elecciones francesas posiblemente sea lo que
definitivamente obligue a poner en cuestión las políticas de austeridad.
Pero la alternativa que se está difundiendo frente a ellas es
insuficiente e inadecuada: la del crecimiento. Una estrategia que ya ha
demostrado que puede ser muy perversa y poco útil si no se matiza
claramente lo que implica y a dónde queremos que nos conduzca.
Frenar los recortes de gasto público y en general todas las políticas
de austeridad que están impidiendo que se regenere el privado y se
recobre el pulso económico es una precondición indispensable para que en
Europa se vuelva a crear empleo y para garantizar estándares mínimos de
bienestar y protección a toda la población. Pero se trata solo de una
precondición para evitar el desastre. Para conseguir que no vuelva a
producirse otra crisis mayor y con peores perturbaciones y daños que los
que ahora estamos sufriendo hacen falta más cosas.
No basta con hacer que crezca el Producto Interior Bruto de cualquier forma ni con inyectar más dinero aún de cualquier modo.
Aunque la crisis se desencadenó en su superficie por la desregulación
financiera y por las estafas continuadas que cientos de bancos llevaron
a cabo con la anuencia de las autoridades, sus causas profundas (las
que la hicieron sistémica) y las que volverán a provocarla de nuevo si
no se resuelven, son otras: la gran desigualdad que deriva rentas sin
cesar a la especulación financiera, la utilización intensiva y
despilfarradora de recursos naturales y energía que rompe la armonía
básica y los equilibrios imprescindibles entre la sociedad y la
naturaleza, y una progresiva degeneración del trabajo que empobrece a la
población y al tejido empresarial y que frena la innovación y el
incremento de la productividad.
Sin afrontar todo eso, promover de nuevo el crecimiento del producto
interior “a lo bruto”, a base de gasto público e inyectando recursos
para la creación de más infraestructuras y para la provisión de más
servicios públicos puede frenar la deriva a la depresión en la que nos
encontramos, como ya ocurrió con los planes de estímulo, pero será sin
duda algo insuficiente y que terminaría provocando problemas aún más
graves que los que tenemos.
El crecimiento entendido como un objetivo en sí mismo, sin más
matizaciones, medido a través de un indicador tan perverso como el PIB y
sin tener en cuenta los costes sociales, ambientales y antropológicos
que lleva asociados, favorece la acumulación y volverá a dar buenos
beneficios a ciertas ramas del capital, además de generar algo más de
empleo y bienestar. Pero, en esas condiciones, éstos últimos no serán
los suficientes para alcanzar niveles mínimos de estabilidad y
satisfacción social, como demuestra la experiencia vivida en los últimos
treinta años, ni con ello se podrá evitar volver a las andadas más
pronto que tarde.
Lo que Europa necesita no son planes de crecimiento del PIB sino una
estrategia global para la igualdad, el bienestar y la responsabilidad
ambiental basada en la promoción de nuevos tipos de actividad, de
propiedad y de gestión empresarial, en la generalización del empleo
decente, en el uso sostenible de las fuentes de energía y de los
recursos naturales que modifique radicalmente el actual modelo de
metabolismo socioeconómico, y en la promoción de una ciudadanía
democrática, plural, protagónica y cosmopolita. Y también, valga la
paradoja, basada en la austeridad pero en lo que ésta tiene de respeto
al equilibrio natural y personal y al buen uso de los recursos, y de
rechazo al despilfarro; pero no de renuncia a los derechos sociales y a
la igualdad, como la entienden los neoliberales.
Y además de ello, son imprescindibles reformas políticas e
institucionales que frenen el poder de los grandes grupos oligárquicos y
que permitan que las autoridades representativas sean quienes de verdad
adopten las decisiones en función de los mandatos de la mayoría social
en un marco de una auténtica democracia. Sin crear un auténtico poder
público en Europa, sin someter la actuación del Banco Central Europeo a
las exigencia de los intereses sociales y sin acabar con su complicidad
con los intereses bancarios privados, sin sanear el sistema financiero
europeo declarando la financiación de la vida económica como un servicio
de interés público esencial, nacionalizando los bancos que no se
sometan a él y fomentando nuevos tipos de finanzas descentralizadas y de
proximidad, sin disponer de un auténtica hacienda europea y sin
replantear el diseño de la unión monetaria, por no mencionar sino las
cuestiones más urgentes, Europa seguirá balanceándose irresponsablemente
al borde del precipicio y las llamadas al crecimiento solo servirán, si
se me permite la expresión, poco más que para marear a la perdiz y
engañar otra vez a los pueblos.
La cuestión que hay que poner sobre la mesa en Europa no es si
recortamos un poco menos los gastos e inyectamos algo más de recursos a
las mismas actividades e infraestructuras de siempre (otra vez
carreteras, viviendas, más trenes de alta velocidad… y siempre casi todo
en masculino), sino si rompemos o no con el poder de las finanzas
privadas y de las grandes corporaciones empresariales y oligárquicas que
nos dominan y que son las que nos han llevado a la situación en la que
estamos.