Dice Eduardo Galeano que en nuestro tiempo es más libre el dinero que
la gente. Y no le falta razón. Hoy se pueden realizar transacciones, en
apenas unos instantes, con objeto de comprar títulos financieros en
Japón, India, EEUU, Argentina, Madrid o Londres. Por el contrario, las
personas necesitamos superar unos infernales requerimientos burocráticos
o jugarnos la vida para movernos por las distintas zonas geográficas
que conforman nuestro planeta. Incluso aunque se huya de la guerra, de
la pobreza o de la falta de esperanza lo que acaba determinando si uno
puede lograr sus objetivos es la cifra que aparece en la cuenta
corriente. Y eso, por supuesto, si se tiene la suerte de tener una.
Los seres humanos vivimos compartimentados, divididos en distintos
trozos. Separados entre nosotros por las fronteras jurídicas, herencia
siempre de la violencia, nos vemos diferentes siendo en última instancia
iguales. Nuestra cultura y nuestro desarrollo material han sido
condicionados por el clima, por la geografía, por el uso de la fuerza e
incluso por el mismo azar. Eso es lo que nos ha diferenciado, y no la
inteligencia, la superioridad moral o el designio divino. Pero algunos,
empujados por la ignorancia, han aprovechado y aprovechan esas
diferencias para consolidar diferentes formas sociales profundamente
injustas y antihumanas.
Un trozo invisible de este mundo
es una obra de teatro que hace pivotar su reflexión sobre estas
cuestiones. Describiendo la realidad social y material de las personas
que no son reconocidas como tales por el sistema, y con la crudeza que
realmente caracteriza dichas situaciones, la obra nos engulle en un
torbellino de sensaciones que remueven nuestras conciencias y que
terminan asestando una puñalada mortal a la ideología dominante.
Aunque disimulada, en todas partes está latente esa ideología
dominante que nos dice qué es aceptable y qué no; esa misma ideología
que justifica un orden económico criminal que define a las personas como
meros recursos humanos que poder explotar; esa ideología que se
disfraza de “sentido común” con objeto de parecer inofensiva y natural;
esa ideología que se transmite en cada telediario, en cada escuela, en
cada película de entretenimiento y, sobre todo, en cada repetido
discurso político del pensamiento único.
Juan Diego Botto consigue hacernos tanto reír como llorar a lo largo
de toda la representación. Historia tras historia logramos sentirnos
identificados con los personajes, con sus tristezas y con sus
esperanzas. Reflexionamos con ellos sobre las promesas de un futuro
mejor y sobre la impotencia de tener que sobrevivir sin vivir. Probamos
así el amargo sabor de la indiferencia social, de la injusticia que
encuentra más justificación que crítica y de la repetición como farsa de
lo que en su día fue tragedia. Pero también logramos pensar a algunas
de esas personas desde fuera, como preocupados espectadores, para
percibir con claridad la alienación que los ahoga como seres humanos.
Estamos ante un trabajo que logra poner el foco en trozos de nuestro
mundo que son invisibles para la mayoría de la población. Pero la obra
no es desde luego un instrumento para satisfacer nuestros deseos
izquierdistas de autocomplacencia. Estamos, por el contrario, ante una
explícita invitación a la acción política, algo que por cierto
caracteriza nítidamente a la trayectoria del propio actor. A todos nos
esperan las calles, las asambleas en las plazas, los comités de empresa y
toda la organización social posible. Nos va el mundo y la dignidad en
ello.
Karl Marx reconoció en los revolucionarios de la Comuna de Paris a
aquellos que pretendieron “tomar el cielo por asalto”. Una bella forma
de describir el espíritu de quienes, desafiando a esa ideología
dominante que insta permanentemente a la resignación, aspiraron a
cristalizar en la realidad material sus propios anhelos de justicia
social. Rebelarse nunca ha sido gratis, y la reacción de quienes ven
amenazados sus privilegios de explotadores no tiende a ser nada
agradable para con los rebeldes. Pero la dignidad no entiende de fríos
cálculos de beneficio y coste individual. Por esa razón no cabe duda de
que tomar el cielo por asalto es el más digno propósito de un ser
humano.
Publicado por Alberto Garzón Espinosa en su blog Pijus economicus