La propuesta del presidente del Gobierno –respaldada por el PP– de reformar la Constitución para introducir en ella una regla que limite el déficit público y el endeudamiento del Estado pone de manifiesto, precisamente, el déficit de cultura democrática y constitucional de nuestros dirigentes.
Sorprende la rapidez con la que se quiere tramitar esta reforma–ya el presidente del Congreso ha sugerido fechas para un pleno extraordinario el 30 de agosto– con las cautelas que siempre se han alegado por los dos partidos mayoritarios a la hora de reformar la Constitución. Hasta la fecha, sólo ha habido una reforma, en 1992, para adaptar el texto al Tratado de Maastricht, y las tímidas propuestas formuladas para modificar algunos de sus puntos siempre cayeron en saco roto.
Ahora, se fundamenta la urgencia en la necesidad de adoptar medidas que fortalezcan la confianza en la economía española y que avancen en el proceso de consolidación de la unión económica y monetaria. Se argumenta que la reforma se llevará a cabo a través del procedimiento simple que prevé la Constitución en su artículo 167. Es decir, que basta con su aprobación por una mayoría de tres quintos de cada Cámara, Congreso y Senado. Sólo si lo solicitara el 10% de los miembros de cualquiera de las cámaras, la reforma sería sometida a referéndum para su ratificación por la ciudadanía. Aunque el portavoz de IU ha anunciado que así lo solicitará, esta última posibilidad es difícil que prospere dado el equilibrio de fuerzas existente en el Parlamento.
Esta vía hace pensar que el nuevo texto se incluirá previsiblemente en el Título VII de la Constitución: “Economía y Hacienda”. Sus artículos contienen una serie de mandatos heterogéneos relativos al rol de los poderes públicos en el desarrollo y planificación de la actividad económica. Introducir un límite al déficit público en este título oculta el verdadero alcance de esta medida, cuyas consecuencias suponen una modificación sustancial del Estado social y democrático de derecho consagrado en el artículo 1 de la propia Constitución. Por un lado, la limitación del gasto público afecta decididamente a derechos como la educación y la sanidad que vertebran el Estado social. Por otro, excluir a la ciudadanía de una decisión de tal calado supone un nuevo golpe a ese Estado democrático al que se dice aspirar. En pocas ocasiones como esta se pone de manifiesto con tanta claridad cómo el recorte en derechos sociales suele ir acompañado de una merma de derechos políticos.
Por ello, hay razones para pensar que la vía sugerida para tramitar la reforma no es la que pretende la Constitución para una decisión de tanta importancia. Su artículo 168 establece que cuando se trate de una revisión total o de una parcial que afecte al Título Preliminar –que contiene las bases del Estado social y democrático de derecho–, a los derechos fundamentales o a la Corona, la reforma requerirá un procedimiento agravado con los siguientes pasos: aprobación inicial por dos tercios de cada Cámara, inmediata disolución de las Cortes, aprobación de la reforma por idéntica mayoría de las nuevas cámaras y ratificación mediante referéndum. Un procedimiento más garantista, que requiere la participación directa de la ciudadanía ante decisiones relativas al núcleo duro del texto constitucional.
Este procedimiento es el que se pretende evitar por los proponentes de la reforma. Para ello alegan que esta no afecta al núcleo duro de la Constitución, desvinculando así el límite del déficit con las políticas sociales. Sin embargo, la relación existente entre la regla de techo de gasto y el Estado social de derecho exige que su inclusión en el texto constitucional se haga en la parte que define sus aspectos esenciales, es decir, en su Título Preliminar. Que la medida en cuestión no se incluya en este título ofrece serias dudas sobre la constitucionalidad de la propia reforma.
Hasta la fecha, el Gobierno había sostenido que bastaba la ley para garantizar el control del gasto público y la estabilidad presupuestaria. ¿A qué se debe este súbito cambio de opinión? Apadrinada por el eje franco-alemán, la reforma constitucional es una insistente demanda de los mercados y que, asimismo, podría estar incluida en la famosa carta con las condiciones que el Banco Central Europeo manda a los estados cuya deuda compra. Aunque se intuye, esto último nunca lo sabremos; por lo menos, hasta que el presidente del Gobierno –en un deseable ejercicio de transparencia democrática– haga público el contenido de dicha carta.
Lo que no ofrece dudas es la nula legitimidad política con que cuenta este Parlamento a la hora de abordar una reforma constitucional. En el mes de agosto, y con la fecha de las próximas elecciones ya anunciada para noviembre, el Parlamento se dispone a realizar una reforma exprés sin posibilidad alguna de debate ciudadano. El mensaje que se transmite es que las reformas económicas demandadas por entidades tan poco democráticas como el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional o los mercados, han de hacerse de forma urgente y perentoria, ignorando que tales reformas suponen una redefinición de los aspectos centrales de la Constitución y requieren, por ello, la participación ciudadana mediante referéndum.
¿Es este el mensaje que el Parlamento español quiere lanzar a una ciudadanía que demanda en las calles más y mejor democracia? ¿Es esta la democracia que queremos?
Sorprende la rapidez con la que se quiere tramitar esta reforma–ya el presidente del Congreso ha sugerido fechas para un pleno extraordinario el 30 de agosto– con las cautelas que siempre se han alegado por los dos partidos mayoritarios a la hora de reformar la Constitución. Hasta la fecha, sólo ha habido una reforma, en 1992, para adaptar el texto al Tratado de Maastricht, y las tímidas propuestas formuladas para modificar algunos de sus puntos siempre cayeron en saco roto.
Ahora, se fundamenta la urgencia en la necesidad de adoptar medidas que fortalezcan la confianza en la economía española y que avancen en el proceso de consolidación de la unión económica y monetaria. Se argumenta que la reforma se llevará a cabo a través del procedimiento simple que prevé la Constitución en su artículo 167. Es decir, que basta con su aprobación por una mayoría de tres quintos de cada Cámara, Congreso y Senado. Sólo si lo solicitara el 10% de los miembros de cualquiera de las cámaras, la reforma sería sometida a referéndum para su ratificación por la ciudadanía. Aunque el portavoz de IU ha anunciado que así lo solicitará, esta última posibilidad es difícil que prospere dado el equilibrio de fuerzas existente en el Parlamento.
Esta vía hace pensar que el nuevo texto se incluirá previsiblemente en el Título VII de la Constitución: “Economía y Hacienda”. Sus artículos contienen una serie de mandatos heterogéneos relativos al rol de los poderes públicos en el desarrollo y planificación de la actividad económica. Introducir un límite al déficit público en este título oculta el verdadero alcance de esta medida, cuyas consecuencias suponen una modificación sustancial del Estado social y democrático de derecho consagrado en el artículo 1 de la propia Constitución. Por un lado, la limitación del gasto público afecta decididamente a derechos como la educación y la sanidad que vertebran el Estado social. Por otro, excluir a la ciudadanía de una decisión de tal calado supone un nuevo golpe a ese Estado democrático al que se dice aspirar. En pocas ocasiones como esta se pone de manifiesto con tanta claridad cómo el recorte en derechos sociales suele ir acompañado de una merma de derechos políticos.
Por ello, hay razones para pensar que la vía sugerida para tramitar la reforma no es la que pretende la Constitución para una decisión de tanta importancia. Su artículo 168 establece que cuando se trate de una revisión total o de una parcial que afecte al Título Preliminar –que contiene las bases del Estado social y democrático de derecho–, a los derechos fundamentales o a la Corona, la reforma requerirá un procedimiento agravado con los siguientes pasos: aprobación inicial por dos tercios de cada Cámara, inmediata disolución de las Cortes, aprobación de la reforma por idéntica mayoría de las nuevas cámaras y ratificación mediante referéndum. Un procedimiento más garantista, que requiere la participación directa de la ciudadanía ante decisiones relativas al núcleo duro del texto constitucional.
Este procedimiento es el que se pretende evitar por los proponentes de la reforma. Para ello alegan que esta no afecta al núcleo duro de la Constitución, desvinculando así el límite del déficit con las políticas sociales. Sin embargo, la relación existente entre la regla de techo de gasto y el Estado social de derecho exige que su inclusión en el texto constitucional se haga en la parte que define sus aspectos esenciales, es decir, en su Título Preliminar. Que la medida en cuestión no se incluya en este título ofrece serias dudas sobre la constitucionalidad de la propia reforma.
Hasta la fecha, el Gobierno había sostenido que bastaba la ley para garantizar el control del gasto público y la estabilidad presupuestaria. ¿A qué se debe este súbito cambio de opinión? Apadrinada por el eje franco-alemán, la reforma constitucional es una insistente demanda de los mercados y que, asimismo, podría estar incluida en la famosa carta con las condiciones que el Banco Central Europeo manda a los estados cuya deuda compra. Aunque se intuye, esto último nunca lo sabremos; por lo menos, hasta que el presidente del Gobierno –en un deseable ejercicio de transparencia democrática– haga público el contenido de dicha carta.
Lo que no ofrece dudas es la nula legitimidad política con que cuenta este Parlamento a la hora de abordar una reforma constitucional. En el mes de agosto, y con la fecha de las próximas elecciones ya anunciada para noviembre, el Parlamento se dispone a realizar una reforma exprés sin posibilidad alguna de debate ciudadano. El mensaje que se transmite es que las reformas económicas demandadas por entidades tan poco democráticas como el Banco Central Europeo, el Fondo Monetario Internacional o los mercados, han de hacerse de forma urgente y perentoria, ignorando que tales reformas suponen una redefinición de los aspectos centrales de la Constitución y requieren, por ello, la participación ciudadana mediante referéndum.
¿Es este el mensaje que el Parlamento español quiere lanzar a una ciudadanía que demanda en las calles más y mejor democracia? ¿Es esta la democracia que queremos?
Profesor titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid