Madrid era la aurora esperando nuestra llegada,
borrachos e invencibles,
por una avenida vestida de claveles y panfletos.
Regresé a esas calles,
las cariátides miraban el ir y venir
de transeúntes que jugaban a olvidar.
Yo te miraba a ti,
con tu rostro lleno de pecas
como luciérnagas inquietas,
revoloteando sobre las aceras amarillas.
Era otoño.
Como casi siempre que uno recuerda.
Los plátanos desnudos
como las manos abiertas de las plañideras;
las plazas huérfanas de banderas,
llorando por una acrópolis sitiada,
Pericles desnudo y desarmado.
Siguen cerrando cines
y, como en las puertas de Tanhauser,
creo ver rayos C
sobre los neones de Callao,
palomas plateadas que brillan lejos.
Huele a castañas asadas
y mujeres malheridas
duermen en los portales,
corte de los milagros sin mesías que los salve.
Hay también ese rastro de infancia
en lo alto de los edificios;
y en el fondo de los escaparates,
arrecifes de coral de saldo,
folclóricas que bailan sobre los televisores,
litografías de un otoño en que llovía,
retratos antiguos,
mi amigo estuvo en Madrid
y sólo me trajo esta camiseta,
esas cosas que nadie sabe quien compra
pero que brillan sobre mostradores
como láminas de un mar en la tarde,
como recuerdos que encharcan los bares.
Soy parte de Madrid,
como soy el hombre que te busca,
que sabe que en tu espalda
se vierten las cascadas del primer deshielo,
que cambia las cuerdas de su guitarra
porque empieza otro otoño
que se empeña en parecer primavera,
como la aurora que tú y yo habitamos.
Madrid era la aurora esperando tu llegada.