Sobre el mástil de ébano la muchacha desliza los dedos y el violín se lamenta por tanta ausencia. Ella siente vibrar la madera junto a su rostro y el mundo se derrumba sobre las aceras. El cremonés Antonio Stradivarius lo fabricó en su taller de la Piazza San Domenico a juego con otro violín, una viola y un violoncelo que desparecieron al poco de ser comprados, ardiendo en otro palacio, en otro invierno. Eran años fríos aquellos en los que el famoso luthier trabajaba en sus mejores instrumentos y quizá fue el mal tiempo lo que hizo que los árboles regalaran su mejor madera para construir las cajas de tan preciados violines.
La muchacha, Violeta se llama, había soñado con ser concertista. Durante toda su infancia fantaseó con la posibilidad de viajar por todo el mundo tocando su instrumento, interpretando quizá la única obra que Beethoven había compuesto para violín (en Re mayor Op. 63) o cualquiera de los diez conciertos escritos por Vivaldi. Violeta ensayaba el saludo frente al espejo y la habitación entera temblaba ante la ovación soñada. En aquel tiempo, claro, Violeta, no acariciaba las cuerdas de aquel Stradivarius. Tocaba sus primeras escalas con un buen Yamaha de segunda mano con tapa de abeto. Su padre ahorró durante varios meses hasta que pudo regalárselo una mañana de otoño que se empeñó en ser primavera.
El tiempo hizo de sus sueños cenizas y humo. Violeta no era Paganini. A pesar de que amaba su instrumento, del tiempo que trató de dedicarle al estudio, de su constancia casi enfermiza, no alcanzó el virtuosismo que exigía el pertenecer a la élite de los grandes solistas. Tocaba en la sección de cuerda de la orquesta sinfónica de su ciudad y con otros compañeros de conservatorio formó un cuarteto con el que de vez en cuando daba algunos conciertos en centros culturales de barrio.
Violeta era moderadamente feliz. Aunque de vez en cuando una llama de envidia le quemaba el pecho al escuchar a la solista de la orquesta interpretar el último movimiento del concierto para Violín y Orquesta en Mi Menor, Op.64 de Mendelssohn, allegretto non troppo , allegro molto vivace. Los arpegios ascendían y ella recordaba a la niña que frente al espejo ensayaba la reverencia.
Varias veces estuvo tentada de abandonarlo todo. No era demasiado lo que ganaba en la orquesta, el salario no compensaba el esfuerzo y el sacrificio que exigía el trabajo. Y en casa necesitaban más ayuda. Padre había perdido su empleo y a pesar de que la regañaban cada vez que, en la sobremesa, ella amenazaba con dejar el violín, no veía de que otra forma podía ayudar a su familia. Pensó en dar clases aunque la idea de enfrentarse a niños que, por empeño de sus padres, hacían mallar con ahínco sus violines le parecía poco atractiva.
No puede recordar cómo se enteró de la noticia. En el Palacio Real buscaban violinistas para ofrecer conciertos privados. Pensó en presentarse. En darle una última oportunidad a su amado instrumento. Aunque veía difícil que la eligieran entre los buenos solistas que se presentarían a la audición, decidió acudir.
Era extraño entrar en un Palacio como aquel para una audición. No eran muchos los convocados aquella mañana de primavera que esperaban pacientemente en una amplia sala del Palacio. Con las fundas de sus violines sobre las rodillas se vigilaban en silencio mientras se escuchaba el eco lejano de un violín trinando una pieza de Vivaldi.
Llegó su turno y una funcionaria la acompañó hasta una sala adyacente. A la manera de un tribunal dos mujeres y un hombre la esperaban tras una larga mesa situada al fondo de la habitación. Recordó sus exámenes en el conservatorio y se le hizo un nudo en el estómago.
Una de las mujeres, muy atentamente, la invitó a sentarse en la silla vacía que había frente a ellos. Y le preguntaron. Desde cuándo tocaba, dónde había estudiado, dónde había trabajado. Se hizo el silencio. El hombre le preguntó muy seriamente por qué había elegido el violín como instrumento. Y Violeta no supo qué contestar. De nuevo el silencio. Supongo que simplemente porque lo amo. Cómo dice. Amo este instrumento. Cuando lo toco las heridas se sanan. Le sostengo la mirada a los miedos y el vértigo se atenúa. Todo empieza y todo acaba en el momento en el que la crin del caballo acaricia las cuerdas. Es la analgesia definitiva. Es el diálogo último con una misma. O bueno… simplemente me hace feliz.
Se hizo otro silencio. El hombre sonrió. Interprete algo. El qué. Lo que quiera, lo que le apetezca. Y Violeta tocó. Lo primero que se le vino a la cabeza. Quizá una sonata de Bach, o parte de un capricho de Paganini. Se trastabillo en alguna nota y en algún salto no afinó como hubiera querido, pero no estuvo mal.
Se encontró de nuevo con la sonrisa amable del hombre. “Gracias, Violeta”. Hablaron los tres miembros de la mesa en voz baja. Fue ahora una de las mujeres la que se dirigió a ella. “¿Sabe en qué consiste el trabajo para que han sido convocados?” “Creo que se trata de dar conciertos privados, pero no sé bien…” “No es exactamente eso, querida… ¿Conoce el juego de Stradivarius que guardamos en el Palacio?” Por supuesto que Violeta los conocía. Eran el tesoro más preciado del Palacio: tres violines, una viola y un violoncelo únicos en el mundo. Su sonido era legendario y los pocos conciertos que se habían ofrecido con ellos eran inigualables, conmovedores. La mujer prosiguió: “El cuidado de los Stradivarius es minucioso, exhaustivo. Son instrumentos tan valiosos como antiguos y merecen la mayor de las atenciones.” Violeta asentía con la cabeza. “Su cuidado también exige que sean utilizados con cierta continuidad, que sean tocados como cualquier otro instrumento para que la madera vibre y no pierda su personalidad. Estamos buscando a alguien que los toque de vez en cuando.” La mirada de Violeta se encendió y el tribunal vio la llama en sus ojos. “Señorita…Violeta, no es usted la mejor interprete que ha pasado por aquí en estos días” De nuevo el silencio. “Pero sí la que con más dedicación, cuidado y entrega tocó su instrumento””Desde luego lo ama”, dijo el hombre. Y todos sonrieron
Violeta no es Paganini. Pero sus dedos se deslizan sobre el ébano del Stradivarius de vez en cuando, su mentón se apoya con delicadeza sobre la caja del viejo instrumento y ambos mantienen un diálogo tan antiguo como el ser humano. Nadie escucha sus conciertos. Violeta toca sola en una de las salas del Palacio, y el sonido más dulce del mundo nace junto a su cuello. Las crines de caballo acarician las cuerdas como las manos de un amante la piel amada y Violeta sonríe y con ella sonríen todas las niñas del planeta. El tiempo hizo de sus sueños cenizas y humo pero toda ascua soplada por el viento puede incendiarse. Las voz del Stradivarius es única, es el lamento eterno de los que siguen a la estrella del vencido, es el relinchar de los pegasos que arrastran al sol al último horizonte y una muchacha, pequeña como una lágrima, mece su instrumento mientras todo se detiene. Violeta no es la virtuosa que soñó pero su sueño vibra junto a su cuello. Violeta toca el violín en una sala vacía y una ovación estruendosa estalla como un batir de alas aunque afuera el mundo se derrumbe, aunque nadie escuche.
Ismael Serrano