Si hay algo que quedó claramente establecido en el juicio contra Jesús en ese supuesto mágico que rodea la tradición cristiana antes de ser crucificado, es que era inocente de los cargos que le imputaban. Ese fue el testimonio de Judas, el discípulo que lo vendió por 30 piezas de plata y al que la conciencia no dejó vivir sabiendo que había entregado “sangre inocente” (Mateo 27:3-4).
Posteriormente Pilatos, el capo del momento, a sabiendas de la inocencia de Jesús, pero con temor a ser coherente con la justicia por miedo a lo impopular de esta decisión ante la población judía mayoritaria “tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo” (Mateo 27:24).
Probablemente esta comparación para algunos sea extrema o levante ampollas respecto a lo que está pasando con el juez Baltasar Garzón, pero es que la situación de los personajes y su escenario me parecen perfectas en su paralelismo: Pilatos sería el Tribunal Supremo, y judas serían los de la falange y los abogados querellantes, Antonio Panea y José Luis Mazón. Y es que esta sociedad cainita en la que tradicionalmente vivimos, no ceja en su empeño por mantener todo el barrizal que gobierna el subsuelo de las reglas del juego democrático, y que hacen que la legalidad vigente y los buenos usos y costumbres de la razón y la justicia se conviertan en algo inalcanzable, y sobre todo en una pura fachada de cara a la ciudadanía, que sigue dócil la zanahoria que les venden los herederos encubiertos de la pesadilla franquista, de la que no sospechaba que al día de hoy tuviera ni tanto poder ni tantos adeptos entre los que manejan el cotarro.
Dicho esto, pánico me da este falso escenario de paz y democracia en la que se supone que vivimos, porque además estamos presenciando a diario cómo los continuos escándalos de la derechona más funesta no hacen más que embadurnarnos de cuentas hipermillonarias infinitas de lo que han ido trincando en el ejercicio del poder, sin que por ello nadie acabe sentándose en el banquillo de la vergüenza, algo de lo que para el ejercicio de sus funciones es imprescindible carecer.
Estos jueces sempiternos heredados del pasado, esta ranciedumbre que asusta aferrada tanto al subsuelo del poder de las camisas azules y negras, en el mangoneo engominado que ejercitaba el pisoteo en “Los Santos inocentes”, son los que están ejerciendo el poder de decisión en nuestro futuro, los que están ofreciendo una imagen lamentable de este país, que los sigue encubriendo como una vergüenza de la que no se pudiera desprender, como un lastre que tenemos la obligación de seguir arrastrando a nuestro pesar. Como diría Labordeta, ¡Váyanse a la mierda, hombre!
Jesús H. Cifuentes - el norte de castilla-