Publicado en Sistema Digital el 7 de junio de 2012
El último número fuera de serie de la revista francesa Alternatives Economiques (nº 93, tercer trimestre de 2012) está dedicado a un tema que debería ser central en nuestras economías: ¿cómo salvar la industria?
Entre los artículos que contiene me gustaría destacar y comentar el del profesor Gabriel Colletis (La finance est-elle en train de tuer l’industrie?), quien así mismo ha publicado recientemente un libro de gran interés, L’urgence industrielle (Le bord de l’eau, 2012) en el que desarrolla, entre otras, las ideas que expone en este artículo.
Colletis señala con razón que la industria francesa, aunque yo creo que su juicio es perfectamente extrapolable a la española, incluso existiendo aquí hay problemas añadidos que no se dan en Francia, padece una enfermedad grave como consecuencia de las lógicas que imponen las nuevas formas de financiación de las empresas.
Lo que en su opinión ha ocurrido en los últimos años es que las empresas industriales (y creo que esto podría decirse igualmente de las de servicios) han debido recurrir a una financiación que responde a una lógica muy diferente a la tradicional. En lugar de que los capitales las financien buscando competitividad, mayor crecimiento y en función de las inversiones que debieran realizar para optimizar sus resultados y su posición en los mercados, lo están haciendo para aumentar su valor accionarial y así remunerar en mayor medida a los accionistas (razón por la cual retribuyen en gran parte a los directivos con acciones de la empresa).
Los capitales que deberían permanecer junto a la actividad productiva se han desplazado a la actividad financiera especulativa, y las empresas industriales han tenido que recurrir a ellos. Pero estas fuentes de financiación externa consideran a las empresas que financian simplemente como un activo líquido, como algo cuyo valor se puede y debe exprimir rápidamente en función de su cotización en bolsa y no de lo que produzca o de cómo lo haga. Es decir, que están dominadas por la visión a corto plazo, que buscan que el beneficio se produzca lo más rápidamente posible y que renuncian a fijarse cualquier otro tipo de horizonte que tenga que ver con el desarrollo interno de la empresa, con su posición en el mercado y, mucho menos, con la función que puedan tener en el sistema económico en el que se integran.
Se genera así una lógica financiera que domina, en el peor sentido del término, a las empresas industriales y que llega a esterilizar la riqueza que pudieran crear. Sobre todo, porque imponen que el beneficio que puedan obtener se utilice cada vez más para ampliar la autocartera, tratando de esta forma de mejorar su cotización, el valor de las acciones y la retribución de los accionistas, y no para mejorar su funcionamiento interno, para mejorar la gestión o incluso para conquistar más mercados.
Se puede decir que este proceso supone una auténtica financiarización de las empresas, entendiendo por ello que su funcionamiento general se articula exclusivamente para rentabilizar a corto plazo los capitales puestos por los accionistas pero solo en cuanto que valores cotizados, y en detrimento del valor que pudieran alcanzar como tales empresas, es decir, como creadoras de bienes o servicios reales para el mercado .
Las consecuencias de ello es que se obliga a que las empresas asuman estrategias de posición de los mercados y de gestión interna muy problemáticas, por muy rentables que a corto plazo sean para los financieros que se lucran con ellas. Por un lado, provocan deslocalización y reconversiones constantes no porque las empresas dejen de ser rentables sino porque no lo sean suficientemente, ya que los estándares de rentabilidad a los que deben responder no son los que tienen que ver con los ritmos de producción, con los costes y , en general, con la naturaleza mucho más pausada de la actividad productiva o real, sino los que establece la dinámica especulativa del capital en los mercados financieros, mucho más volátiles y arriesgados. Por otro, obliga a que las empresas se centren en conseguir el crecimiento externo, basado sobre todo en la adquisición de otras empresas y en una constante e imparable huida hacia adelante, y no en el crecimiento interno, habitualmente mucho más equilibrado, al basarse en el desarrollo de nuevos productos, en la innovación o en la mejora de sus posiciones competitivas en el mercado.
En la medida en que este último tipo de estrategias de consolidación interna dejan de ser necesarias, como lo que menos interesa o buscan los capitales especulativos que toman las empresas es producir bien o mejor, satisfacer a la demanda, innovar productos o estar a la vanguardia de la actividad productiva, el resultado es un recorte continuo de costes asociados con la dimensión real de la empresa, es decir, básicamente de los salarios, de los que se derivan de las relaciones con proveedores y clientes de la empresa, y de los fiscales.
En definitiva, lo que están mostrando estas nuevas prácticas es que se ha impuesto una nueva forma de financiar a las empresas (podríamos decir que no solo a las industriales sino en general a las productivas) que de hecho imposibilita, o al menos dificulta extraordinariamente, que puedan llevar a cabo su desarrollo natural como tales, como creadoras de riqueza efectiva, y no solo de la financiera que se manifiesta en alta cotización de sus acciones y en la casi exclusiva consideración del muy corto plazo como espacio temporal de la actividad empresarial.
Recuperar la actividad y el tejido empresarial es fundamental para que las economías salgan adelante y lo que estas reflexiones anteriores indican es que, si de verdad se quiere conseguir ese objetivo, hay que replantearse el modo en que se financia su actividad.
El sistema financiero actual está orientado a rentabilizar los capitales en un universo volátil y especulativo en donde prima el ritmo acelerado y el beneficio ultra rápido: ¿cómo puede competir cualquier empresa productiva con inversiones que se realizan al ritmo de 1.000 millones de dólares por segundo en los mercados financieros y sin que allí apenas se considere el riesgo porque la abundancia de operaciones y los márgenes elevados compensan el que sea muchísimo más elevado? Y con capitales “hechos” para esa dinámica es imposible financiar adecuadamente la actividad productiva empresarial que requiere perspectiva a medio y largo plazo, crecimiento hacia dentro, compenetración con la demanda, mecanismos de prueba y error que no pueden rentabilizarse inmediatamente, en fin, una lógica totalmente distinta a la de la inversión financiera.
Dejar que la actividad empresarial siga sujeta a esta lógica impuesta por la banca y los grandes fondos de inversión es condenarla a la desnaturalización y, a la postre, a su muerte segura.
Es preciso, por el contrario, que las empresas puedan disponer un nuevo tipo de sistema de financiación empresarial e incluso me atrevería a decir que una nueva ética bancaria y financiera. Para salvar a las economías y a las empresas, lo que viene a ser lo mismo, es imprescindible poner bridas al sistema financiero: frenar su deriva compulsiva, disminuir la velocidad de crucero de los capitales hasta que se asemeje a la de la actividad productiva, penalizar su funcionamiento cortoplazista. Sabemos que hay capital suficiente y hasta sobrante (como demuestra que el total de operaciones financieras tenga un valor sea casi 70 veces mayor que el del PIB mundial) y conocemos cuáles son los mecanismos e instrumentos que pueden garantizar que las empresas cuenten con la financiación que precisen en cada momento sin hipotecar su actividad productiva y sin dedicarse simplemente a generar deuda para beneficio de los bancos: impuestos sobre las transacciones financieras, sobre la ganancia especulativa, banca pública o privada pero de servicio público… No es un problema técnico y ni siquiera económico. Es político, pues se trata de someter los intereses de los financieros que hoy día nos dominan a todos.