Decía mi abuela “una misa no hace daño a nadie” cuando, habiendo fallecido un amigo de mi padre, pedía que se celebrase una por el difunto en la iglesia de su pueblo, aunque éste no hubiera pisado lugar más santo que los bares en los que había brindado con mi viejo. No sabía mi abuela por entonces, claro, del coste de la misa que el Papa va a celebrar en Madrid a propósito de las Jornadas de la Juventud convocadas en mi ciudad.
Dicen que al Estado no le costará nada, que sólo reportará beneficios para la capital, pero lo cierto es que entre la cesión de los espacios públicos (colegios, polideportivos), el trabajo de los funcionarios, las exenciones fiscales a las empresas patrocinadoras y otras cosas (como el traslado de los papamóvil en un avión Hércules del ejército español) los contribuyentes aportaremos cerca de 30 millones de euros para sufragar la visita del Papa. Que por cierto no viene como Jefe de Estado sino como autoridad máxima de la Iglesia, para evangelizar a la descarriada España, víctima del azote laicista que sufre occidente.
Más allá de este gasto, la propia Iglesia ha reconocido que el coste de las jornadas y de la visita serán de entre unos 47 a 54 millones de euros, según declaraciones del propio obispo auxiliar de Madrid.
La ayuda del Estado español mandada a Somalia, que sufre una hambruna aberrante, es de 25 millones de euros.
Respeto profundamente las convicciones religiosas de cada uno. Admiro el trabajo de aquellos que, movidos por su Fe, sacrifican su tiempo y sus vidas intentando paliar el sufrimiento ajeno, poniéndose del lado de los excluidos, de los que menos tienen. Muchos de ellos pertenecen a la Iglesia Católica. Es por ese respeto que me parece totalmente indispensable la separación definitiva del Estado y de la Iglesia. Y es por esto que considero lamentable que el dinero de los contribuyentes se emplee en unos actos de estas características, en tiempos tan difíciles como los que nos tocan vivir.
La Iglesia católica también tiene sus indignados y son muchos los que tratan de hacerse escuchar enfrentándose a una jerarquía que se ha alejado de sus feligreses. Se llenarán las plazas jaleando al Papa, pero las parroquias se van quedando cada vez más vacías.
Desde el otro lado del océano observo como se desarrollan los acontecimientos en mi ciudad. Aquí, en Argentina, ponemos una cinta roja en un altar del Gauchito Gil, bandolero bueno, santo pagano, para que nos proteja en la carretera, pegamos una estampa de Osvaldo Pugliese, pianista militante, otro santo que espanta la mala suerte, en las fundas de nuestras guitarras, hay quien le pide a Rodrigo, cantante de cuarteto, que le cure el alma y quien le suplica a la Pachamama para que el invierno no nos maltrate. Yo le rezo a mi amada y venero su rostro, dulce, ferozmente, bebo del breve hueco de sus manos la savia sagrada que cura el olvido, cuento las pecas de su cara como los misterios de un rosario. Brindo por el futuro mientras observo a lo lejos mi ciudad y su imagen, trémula por el calor que se eleva desde el horizonte, me trae recuerdos de los amigos, abrazos solidarios, fotos de la familia y rumor de tormenta.