La reforma de la enseñanza (me niego a llamar educación a semejante
bodrio) del ministro Wert parece una caja inagotable (¿o es la caja de
Pandora rediviva?) de sorpresas: ahora sale con que la calidad educativa
se logra poniendo a competir a los centros de enseñanza, al alumnado y a
todos los dioses del Olimpo. ¡Viva la competición! Lo importante no es
formar ni formarse, sino ganar. Si la ganancia es finalmente una
ganancia real o una pérdida soberana de tiempo, esfuerzos y personas ya
es otro cantar.
¿Quieres mejorar? Compite. ¿Quieres ocupar un buen puesto en el
ranking de centros y obtener como recompensa más dinero y más recursos?
Compite. Simplemente, hay que ser demócratas de toda la vida: deja que
los padres y las madres puedan elegir el colegio que deseen para su
hijo/a, examina qué resultados obtiene cada colegio y deja que el dios
mercado coloque después a cada uno en su sitio. Antes, las cosas estaban
claras: clase alta, clase media y clase baja. Ahora, unos mequetrefes
no solo hablan de ciudadanía y de clase trabajadora, sino que pretenden
imponer esa memez de que todos somos iguales, incluso en los centros
educativos. Antes había colegios y escuelas. Punto. A los colegios iban
los listos. A las escuelas iban los tontos. Ahora, todo debe retornar a
su cauce primigenio: el mercado hará que el alumnado “excelente” vaya a
centros que operan de forma “excelente”. Y el resto irá a los centros
del montón. Solo es cuestión de dejar hacer a la mano invisible del
mercado.
Hasta ahora, el éxito definitivo tras doce años escolares consistía
en obtener una nota alta en Selectividad. Entretanto, había que ir
sorteando cada año exámenes, calificaciones y evaluaciones para ir
promocionando de curso en curso. Como todo ello quizá le parecía poco,
Wert ha añadido evaluaciones externas en todas las etapas, (Reválidas en
la ESO y el Bachillerato), con lo que quizá pretenda salir airoso en el
próximo Informe de la diosa Pisa y solucionar de paso el abandono
escolar (26,5%, casi el doble de la media europea). En resumidas
cuentas, Finlandia y Corea del Sur han de ser nuestro paradigma: hay que
colocar a los “excelentes” en coles excelentes; los demás, a la FP y a
la escuela, que el país siempre necesitará mano de obra –barata y
precaria-.
Lo he repetido muchas veces durante muchos años, pero Wert parece
desconocerlo o le trae sin cuidado: a mediados de los 70 en España un
10% de niños de 6 a 11 años estaban aún por escolarizar, solo el 65% del
alumnado de 12-14 años iba a la escuela, y casi dos tercios de la
franja 15-16 años no seguían estudios secundarios postobligatorios. Por
si fuera poco, en 1980 la cuarta parte de la población mayor de 16 años
era analfabeta funcional o carecía de estudios. Por mucho que se empeñe
el PP y Wert es un desvarío plantear la educación española en términos
solo de competitividad, excelencia y mercado. Es sobre todo una
irresponsabilidad indigna de un ministro de Educación, Cultura y
Deporte.
Sin embargo, a Wert le da igual: según su proyecto, hay que publicar
convenientemente los resultados de las evaluaciones del alumnado y de
los centros, hay que poner a los centros mismos en un ranking de buenos,
mediocres y malos centros. Lo dice la secretaria de Estado de
Educación, Montserrat Gomendio: “Este sistema se va a basar en la
evidencia de las evaluaciones y de la rendición de cuentas”. OK,
acudamos, pues, al diccionario de la RAE: “Evidencia: Certeza clara y
manifiesta de la que no se puede dudar”. Los alumnos excelentes a
colegios excelentes con recursos y “fondos extra” excelentes. ¿Evidente,
no? ¿Alguien lo pone en duda?
Wert construye un gigantesco castillo de naipes sustentado sobre la
calculada anfibología de algunos conceptos y algunas palabras, a
continuación en cursiva: la diferenciación de los centros se efectúa
a través de planes de calidad conducentes a la especialización en algún
ámbito del currículo, la excelencia, la mejora del rendimiento, la
rendición de cuentas, libertad de las familias de elección de centro,
etc.
He pasado buena parte de mi vida profesional intentando educar y
hacer pensar mediante la enseñanza de la Filosofía y la Ética en cinco
Institutos de Madrid y cuatro de Zaragoza. En ellos he podido comprobar
que a quienes más hablan de “nivel alto” menos les interesa detenerse a
pensar por qué una parte considerable del alumnado suspende, repite o
abandona; he comprobado también que el alumnado aprende mucho y bien si
está compartido desde el aprecio, la pasión por lo que se enseña y la
realidad del aula, y no la irrealidad de los programas y los currículos.
He visto cómo renacían al llegar a un “instituto de barrio” alumnos
rebotados y maltrechos provenientes de un colegio concertado y/o
presuntamente “excelente”. He tenido el privilegio y el honor también de
impartir durante tres años el área de Sociolingüística al alumnado de
Diversificación (supuestamente, no capaces de obtener el Graduado por
“vía ordinaria”). Pocas veces me he sentido tan gratificado personal y
profesionalmente como durante esos tres años. El alumnado era excelente.
La educación no es una mercancía, sino un trozo de vida para enseñar y
aprender a vivir. No es un negocio, sino un portentoso proceso de
crecimiento de la inteligencia emocional. No tiene nada que ver con
ningún mercado, sino con cada una de las jornadas de ese espacio de vida
tan complejo y magnífico que es la niñez y la juventud. Quien la evalúe
según los criterios de mercado, creará básicamente la indiferencia de
la inmensa mayoría del alumnado y un magma de desigualdades sin
criterio.