bajo el espejo en el que todo se aleja.
Las manos en el volante,
la mirada en la carretera
y detrás de los ojos tu imagen,
la promesa pendiente,
las vacaciones futuras,
las dudas y los sueños haciéndose horizonte,
llenándolo todo.
Volvemos a casa,
que no es más que un estado de ánimo.
Somos de dónde nos dan de beber,
de donde nos abrazan los fantasmas
o de allá donde nuestro nido duerme.
Volvemos a casa
y el coche ronronea como un animal cansado.
En la ventanilla un borrón retrata lo que fuimos.
Nos preguntamos quién habitará la casa
iluminada bajo la lluvia,
cómo será la vida en esa aldea que dejamos atrás,
cómo serán las noches de esa muchacha
que cobra las golosinas y los refrescos
en la estación de servicio casi desierta.
Tararea una cumbia
y cuenta el vuelto con gesto mecánico.
Sonríe pensando en un nuevo abrazo.
Pero tu coche ya se ha alejado,
y devora bajo sus ruedas la vida
hecha horizonte.
Un perro camina solo por el arcén
y nos recuerda a todos los perros que tuvimos,
leales amigos que siempre trajeron la infancia
a los hogares que habitaron.
A tu lado, mientras viajas
crecen ciudades de chapa y miseria,
ciudades sumergidas, ocultas,
de negrura cegadora.
Evitamos mirar esas paredes tras las cuales
anda descalza la esperanza
y una pátina de óxido y tierra
cubre el futuro, allá donde niños mocosos
tiran piedras al olvido.
Somos esa carretera
que nos acerca a casa,
las ruinas que dejamos atrás,
el terco camión que jadea subiendo la cuesta,
el que cronometra el viaje repetido
e, infeliz, suspira satisfecho
por los minutos robados.
Y el viaje nunca acaba
porque al llegar somos otros
vistiendo el mismo cuerpo,
cansados por las horas al volante,
dichosos por encontrar tu mirada
en el asiento del copiloto
como la promesa de un hogar duradero.
ISMAEL SERRANO