Ya se sabe que en la música cubana hay abundancia de genios y nombres imborrables. Sin duda, entre los que hay que escribir con mayúsculas está el de Bebo Valdés, fallecido en Suecia a los 94 años de edad, después de pasar los últimos años de su vida residiendo en Benalmádena (Málaga) enfermo de Alzheimer. Bebo fue protagonista de momentos de oro de la música cubana, además de ser precursor de las famosas descargas de jazz afrocubano y creador de un ritmo propio, la batanga, que arrasó en la isla en los años cincuenta. Era padre de otro pianista y compositor genial, Chucho Valdés, quien se traslado a Málaga a cuidarle en los últimos momentos de su vida. Hace aproximadamente dos semanas, los hijos de de su última esposa, la sueca Rose-Marie Perhson, que falleció el verano pasado, se llevaron a Bebo de Málaga a Estocolmo en contra de la voluntad de Chucho, pero esa es otra historia.
El verdadero nombre de Bebo era Ramón Emilio Valdés Amaro y nació el 9
de octubre de 1918 en Quivicán, un pequeño pueblo de guajiros y tierras
rojas a 40 minutos de La Habana. Desde que nació Bebo llevaba la música
en el ADN. Antes de salir de Quivicán fundó con un amigo de la infancia
su primera banda, la Orquesta Valdés-Hernández, y desde entonces
compaginó el piano con su vocación de arreglista y compositor.
En los años cuarenta, estando ya en la orquesta de Julio Cueva, compuso uno de sus primeros mambos, La rareza del siglo, en momentos en que la música popular cubana se modernizaba a toda velocidad.
A partir de 1948 y hasta 1957 trabajó en Tropicana, donde acompañó e hizo arreglos para la vedete Rita Montaner. Su orquesta, Sabor de Cuba,
y la de Armando Romeu actuaban cada noche en el show del famoso cabaret
y allí compartieron escenario con grandes artistas norteamericanos,
incluido Nat King Cole, con quien llegó a grabar algún tema.
Por aquella época el jazz arrasaba en Estados Unidos y los músicos norteamericanos viajaban a la isla para descargar con sus colegas cubanos. Bebo participó en no pocas de aquellas legendarias jam session,
que tenían como animador principal al percusionista Guillermo Barreto.
En medio de aquel hervidero, el 8 de junio de 1952, con una banda de
veinte músicos dio a conocer en los estudios de RHC Cadena Azul su nuevo
ritmo, la batanga. Entre los tres cantantes que integraban aquella
orquesta estaba el gran Benny Moré.
A finales de los cincuenta Bebo colaboró con Lucho Gatica, en México.
En 1960, en medio de una gira decidió exiliarse en Estocolmo (Suecia),
donde se caso con Perhson y rehízo su vida. Durante más tres décadas
estuvo alejado de la música. Sólo amenizaba las veladas en el piano-bar
de un hotel de la capital sueca cuando, en 1994, lo llamó Paquito
D´Rivera y le invitó a grabar un nuevo disco, Bebo Rides Again, una colección de clásicos cubanos junto a temas originales de Valdés.
En el año 2000 fue el cineasta Fernando Trueba quien le redescubrió y
le invitó a participar en su película ‘Calle 54’. Bebo se reencontró
entonces en un escenario con su hijo Chucho y también con sus viejos
amigos Israel López Cachao y Patato Valdés. Tras terminar el documental,
Trueba grabó a los tres el disco ‘El arte del sabor’, que obtuvo el
Grammy al Mejor Album Tropical Tradicional en 2001, primero de los nueve
que obtuvo Bebo en los años siguientes gracias a su colaboración con el
cineasta español.
Poco después triunfó nuevamente con Lágrimas negras,
un álbum de temas cubanos con alma gitana realizado con el cantaor
Diego el Cigala, con el cual obtiene otro Grammy y tres discos de
platino en España. Con Trueba hizo ocho discos y se convirtió en el
protagonista de su documental El milagro de Candeal, rodado en la favela del mismo nombre en Salvador de Bahía con Carlinhos Brown.
También hizo la música y sirvió de inspiración para ‘Chico y Rita’, la
película de animación dibujada por Javier Mariscal que fue nominada al
Oscar en 2012.
Su último disco fue Bebo y Chucho Valdés, Juntos para siempre’,
un homenaje en el que padre e hijo repasaron juntos el repertorio y los
ritmos de la música cubana que siempre tocaron juntos y que Bebo
interpretó como nadie.
Anoche, la muerte de Valdés fue recibida por Mariscal con dolor pero a
la vez con el recuerdo azul de su alegría y sobre todo de su elegancia.
“Bebo era la esencia de lo mejor de Cuba: todo en él era especial, su
forma de tocar, su manera de caminar, su risa, su elegancia para todo”.
El diseñador recordó las charlas y momentos musicales que pasaron juntos
con Trueba durante la preparación de Chico y Rita y cómo, a
través de los recuerdos de Bebo, él descubrió de nuevo Cuba. “Yo estaba
enamorado de Cuba desde pequeño, y conocía el país y sus gentes, pero
redescubrirla a través de los ojos y de la sensibilidad de Bebo fue algo
especial”, afirma. “Bebo representaba la esencia de Cuba y de lo mejor
de su música”.
El músico de Quivicán fue una de las inspiraciones del personaje protagonista de Chico y Rita,
un pianista de la época de oro de la música cubana atrapado por el amor
de una mulata y aquella Habana mágica. Mariscal, que piensa en
imágenes, asegura que Bebo tocaba como “si de pequeño hubiera metido en
una lavadora todas las partituras de Lecuona y de los mejores
compositores de la música cubana”, atrapando fragmentos deshilachados y
notas de cada uno e “incorporándolos a su espíritu”.
El contrabajista Javier Colina, que en 2007 ganó un Grammy con Valdés por Live in Vllage Vanguard,
disco que grabaron a cuatro manos durante una semana en el mítico club
de Nueva York, asegura que “aquella semana fue “la más feliz de su
vida”. “Bebo no tenía igual”, aseguró. Chucho Valdés, que se mudo a
Benalmádena a pasar junto a su padre los últimos años de su vida y se
opuso a su reciente traslado a Suecia, se despidió de su padre como el
“más grande” y con la felicidad de haber hecho antes de morir el disco Juntos para siempre.
PROPINA (DAVID TRUEBA)
Nos hemos acostumbrado a aceptar la convención de que la vida es
corta. Puede que a esa percepción ayude el imponerse urgencias
innecesarias y obligaciones estériles. Nada hay más contagioso que la
prisa, que se ha alzado como único remedio, y equivocado, a la
incuestionable verdad del paso del tiempo. Por eso ciertas trayectorias
resultan ejemplares. Apreciar la peripecia del músico Bebo Valdés es dar
con el ejemplo perfecto de que la vida es larga y provechosa. En su
resurrección musical hay algo tan coherente que un guiño del destino lo
llevó a morir en puertas de la Semana Santa, tras un viaje final penoso y
cruel. Pero si alguien estaba preparado para marchar era Bebo Valdés,
que deja en quienes lo conocieron y lo gozaron musicalmente la sensación
de plenitud, porque siempre vadeó las bromas del destino con una rara
paz.
Cuando a mitad de los años noventa, Paquito D‘Rivera le hizo desempolvar las partituras para cumplir un contrato de grabación, no pudo escogerse mejor título que aquel Bebo cabalga de nuevo. Desde que llegó el comandante y mandó parar, la música cubana de Bebo resistía expatriada. Y durante décadas su piano vivo tan solo podía oírse en un hotel de Estocolmo. Luego, ya con el éxito de los últimos años, cada vez que entraba en cualquier salón con pianista se le recibía con una reverencia de alteza real. No era solo que al tocar el piano, Bebo, gigante negro de Quivicán, nos hiciera viajar en el tiempo, se sumaba que irradiaba algo especial como persona, como trayectoria, como ironía vital.
Ese algo provenía de que jamás entendió su regreso como una venganza o un galardón merecido que antes se le escamoteó de manera injusta. Lo entendió como una oportunidad para dejar un ejemplo alternativo a la cultura del arribismo, la egolatría y el ansia de triunfo. Como otra de sus enormes propinas, que premiaban a colaboradores, familiares, amigos, taxistas y camareros, a cualquiera que se cruzaba a su paso, Bebo se propuso devolvernos su propio éxito. Al lado de la música que perpetuaba, irrepetible y emocionante, nos dejó la propina de su forma de ser, mágica y feliz. Por eso, como le gustaba decir, “el que pida más, es que está loco”.
BEBO Y EL SECRETO
Cuando a mitad de los años noventa, Paquito D‘Rivera le hizo desempolvar las partituras para cumplir un contrato de grabación, no pudo escogerse mejor título que aquel Bebo cabalga de nuevo. Desde que llegó el comandante y mandó parar, la música cubana de Bebo resistía expatriada. Y durante décadas su piano vivo tan solo podía oírse en un hotel de Estocolmo. Luego, ya con el éxito de los últimos años, cada vez que entraba en cualquier salón con pianista se le recibía con una reverencia de alteza real. No era solo que al tocar el piano, Bebo, gigante negro de Quivicán, nos hiciera viajar en el tiempo, se sumaba que irradiaba algo especial como persona, como trayectoria, como ironía vital.
Ese algo provenía de que jamás entendió su regreso como una venganza o un galardón merecido que antes se le escamoteó de manera injusta. Lo entendió como una oportunidad para dejar un ejemplo alternativo a la cultura del arribismo, la egolatría y el ansia de triunfo. Como otra de sus enormes propinas, que premiaban a colaboradores, familiares, amigos, taxistas y camareros, a cualquiera que se cruzaba a su paso, Bebo se propuso devolvernos su propio éxito. Al lado de la música que perpetuaba, irrepetible y emocionante, nos dejó la propina de su forma de ser, mágica y feliz. Por eso, como le gustaba decir, “el que pida más, es que está loco”.
BEBO Y EL SECRETO
“Cuando yo muera, no quiero que nadie llore. Quiero que hagáis una
fiesta y bailéis y os emborrachéis”. Se lo oí decir muchas veces.
Bebo era un niño. No había más que mirar sus ojos traviesos. Tenía una sonrisa inmensa y contagiosa. Y era un hombre modesto. Siempre daba más importancia a los demás que a sí mismo. No era ambicioso. Aunque orgulloso sí. Sobre todo de su hijo Chucho. Y del trabajo bien hecho. Era un profesional impecable. Siempre puntual, elegante, con los deberes hechos, amable con todos. En el hermoso documental biográfico que le dedicó Carlos Carcas, Old Man Bebo, aparece Pío Leyva, uno de los muchísimos a los que ayudó a lo largo de su vida, y dice: “Bebo Valdés...” y la voz se le corta, las lágrimas brotan de sus ojos y añade como en un suspiro que le sale del alma: “¡Qué buena persona!”.
Probablemente a Bebo eso le importaba más que todo, incluyendo la música, su obra, su carrera... cosas que no dudó en sacrificar a principios de los sesenta para que a su nueva familia no le faltase nada. No era un hombre religioso, aunque creía que detrás de todas las religiones había un único y mismo dios.
A Bebo no le gustaba hablar de política. Pero rara era la entrevista que no le preguntaban por Cuba, Castro... “Yo solo quiero hablar de música. No soy político”. Alguien le dijo una vez: “Entonces usted no piensa volver a Cuba mientras Castro esté vivo”. Bebo, sorprendido, lo miró: “¿Por qué usted dice eso? Sí, yo podría volver a Cuba con Castro vivo, perfectamente. Incluso con Castro de presidente. Eso sí, siempre que sea porque los cubanos lo han elegido”. ¿Es posible una mayor limpieza moral?
Una vez le convencí de hacer un disco de piano solo. Fueron días maravillosos, los dos solos por estudios de ensayo y de grabación en Madrid, sin preocuparnos de nada, solo de la música. Ned Sublette (autor de Cuba and it's music, para mí el mejor libro que existe sobre la música cubana) se me acercó un día en Nueva York y me dijo: “Quiero decirte que Bebo es el mejor disco de música cubana nunca grabado, en cualquier época, en cualquier lugar”.
Creo que en ese disco están contenidas el alma de Bebo y también el alma de Cuba. Desnudas, sin adornos. Fue lo último que oyó Cabrera Infante, ya enfermo, antes de morir en el hospital, en Londres. Y salieron lágrimas de sus ojos. Pensé: ha muerto en Cuba. Se lo conté a Bebo y le dedicamos el disco. Guillermo murió en Londres. Bebo en Estocolmo. ¿Qué Gobierno puede ser el que hace que su mejor escritor, que su mejor músico, mueran tan lejos de su patria?
Su único credo político era la Constitución cubana de 1901 según la que “todos los cubanos son iguales, sea cual sea su raza, sexo o religión, con libertad de expresar su opinión de palabra o por escrito, viajar libremente dentro y fuera del país, etc, etc...”. Daba la impresión de que Bebo se la sabía casi de memoria.
La última vez que lo visité, en su casa en Benalmádena, de pronto me dice: “Chico, ¿sabes? me gustaría ir a Cuba”. No me lo podía creer. Jamás le había oído esa frase. “Me parece bien, Bebo. Ningún Castro puede impedirte que hagas lo que te apetezca. Aunque es un viaje muy largo. Y no te veo con fuerzas”. Pero me lo imaginaba abrazando a su hermano Arsenio, besando a sus hijos, a Miriam, a Mayra, a Raúl, a sus nietos... Y también a Carolina... “Me gustaría ir a ver a mis padres”. Entonces creí entender todo, le había fallado la cabeza, como ya le pasaba a menudo en los últimos tiempos. Pero no, Bebo estaba claro: “Quiero visitar su tumba”.
Le conocí cuando le ofrecí participar en Calle 54 y fue “amor a primera vista”. Entre 2000 y 2010 hicimos juntos ocho discos y cuatro películas. Viajamos, rodando y grabando, por España, Estados Unidos y Brasil, y hemos hablado horas, días, meses, desde el desayuno a la cena. Todos esos momentos son un tesoro para mí. Su humanidad, su bondad, su humildad, su alegría, su inocencia, eran desarmantes.
Era Cubano hasta el alma, pero amaba la música americana: especialmente Jerome Kern y George Gershwin. Pero también Cole Porter. También la española. Granados y Albéniz. Y Debussy. Y Rachmaninov. Y Lecuona y Cortot. Y amaba el jazz. Y aunque estuviese tocando música clásica, siempre improvisaba. Le gustaban Bill Evans y Hank Jones.
No era racista. Decía que alguna de la mejor “música negra” la habían compuesto blancos. Y que una de las mejores canciones cubanas —Romance en La Habana— era de un costarricense, Ray Tico. A veces me decía que se imaginaba descendiente de las antiguas tribus perdidas israelitas de Etiopía. Y eso sería la explicación de que durante toda su vida se hubiera entendido especialmente bien con los judíos, “ellos siempre me ayudaron”.
Cuando tocabas sus manos te daba la sensación de que ahí residía el misterio, eran fuertes y delicadas. Como su música. Bebo no tocaba el piano. Lo acariciaba. Su sentido del tiempo era mágico. Te dejaba suspendido entre dos notas. El alma se te encogía. Poseía “el secreto”. Algo más allá de la técnica o del virtuosismo. Con una nota te llevaba a otro continente, a otra época. Bebo era the real thing.
Bebo era un niño. No había más que mirar sus ojos traviesos. Tenía una sonrisa inmensa y contagiosa. Y era un hombre modesto. Siempre daba más importancia a los demás que a sí mismo. No era ambicioso. Aunque orgulloso sí. Sobre todo de su hijo Chucho. Y del trabajo bien hecho. Era un profesional impecable. Siempre puntual, elegante, con los deberes hechos, amable con todos. En el hermoso documental biográfico que le dedicó Carlos Carcas, Old Man Bebo, aparece Pío Leyva, uno de los muchísimos a los que ayudó a lo largo de su vida, y dice: “Bebo Valdés...” y la voz se le corta, las lágrimas brotan de sus ojos y añade como en un suspiro que le sale del alma: “¡Qué buena persona!”.
Probablemente a Bebo eso le importaba más que todo, incluyendo la música, su obra, su carrera... cosas que no dudó en sacrificar a principios de los sesenta para que a su nueva familia no le faltase nada. No era un hombre religioso, aunque creía que detrás de todas las religiones había un único y mismo dios.
A Bebo no le gustaba hablar de política. Pero rara era la entrevista que no le preguntaban por Cuba, Castro... “Yo solo quiero hablar de música. No soy político”. Alguien le dijo una vez: “Entonces usted no piensa volver a Cuba mientras Castro esté vivo”. Bebo, sorprendido, lo miró: “¿Por qué usted dice eso? Sí, yo podría volver a Cuba con Castro vivo, perfectamente. Incluso con Castro de presidente. Eso sí, siempre que sea porque los cubanos lo han elegido”. ¿Es posible una mayor limpieza moral?
Una vez le convencí de hacer un disco de piano solo. Fueron días maravillosos, los dos solos por estudios de ensayo y de grabación en Madrid, sin preocuparnos de nada, solo de la música. Ned Sublette (autor de Cuba and it's music, para mí el mejor libro que existe sobre la música cubana) se me acercó un día en Nueva York y me dijo: “Quiero decirte que Bebo es el mejor disco de música cubana nunca grabado, en cualquier época, en cualquier lugar”.
Creo que en ese disco están contenidas el alma de Bebo y también el alma de Cuba. Desnudas, sin adornos. Fue lo último que oyó Cabrera Infante, ya enfermo, antes de morir en el hospital, en Londres. Y salieron lágrimas de sus ojos. Pensé: ha muerto en Cuba. Se lo conté a Bebo y le dedicamos el disco. Guillermo murió en Londres. Bebo en Estocolmo. ¿Qué Gobierno puede ser el que hace que su mejor escritor, que su mejor músico, mueran tan lejos de su patria?
Su único credo político era la Constitución cubana de 1901 según la que “todos los cubanos son iguales, sea cual sea su raza, sexo o religión, con libertad de expresar su opinión de palabra o por escrito, viajar libremente dentro y fuera del país, etc, etc...”. Daba la impresión de que Bebo se la sabía casi de memoria.
La última vez que lo visité, en su casa en Benalmádena, de pronto me dice: “Chico, ¿sabes? me gustaría ir a Cuba”. No me lo podía creer. Jamás le había oído esa frase. “Me parece bien, Bebo. Ningún Castro puede impedirte que hagas lo que te apetezca. Aunque es un viaje muy largo. Y no te veo con fuerzas”. Pero me lo imaginaba abrazando a su hermano Arsenio, besando a sus hijos, a Miriam, a Mayra, a Raúl, a sus nietos... Y también a Carolina... “Me gustaría ir a ver a mis padres”. Entonces creí entender todo, le había fallado la cabeza, como ya le pasaba a menudo en los últimos tiempos. Pero no, Bebo estaba claro: “Quiero visitar su tumba”.
Le conocí cuando le ofrecí participar en Calle 54 y fue “amor a primera vista”. Entre 2000 y 2010 hicimos juntos ocho discos y cuatro películas. Viajamos, rodando y grabando, por España, Estados Unidos y Brasil, y hemos hablado horas, días, meses, desde el desayuno a la cena. Todos esos momentos son un tesoro para mí. Su humanidad, su bondad, su humildad, su alegría, su inocencia, eran desarmantes.
Era Cubano hasta el alma, pero amaba la música americana: especialmente Jerome Kern y George Gershwin. Pero también Cole Porter. También la española. Granados y Albéniz. Y Debussy. Y Rachmaninov. Y Lecuona y Cortot. Y amaba el jazz. Y aunque estuviese tocando música clásica, siempre improvisaba. Le gustaban Bill Evans y Hank Jones.
No era racista. Decía que alguna de la mejor “música negra” la habían compuesto blancos. Y que una de las mejores canciones cubanas —Romance en La Habana— era de un costarricense, Ray Tico. A veces me decía que se imaginaba descendiente de las antiguas tribus perdidas israelitas de Etiopía. Y eso sería la explicación de que durante toda su vida se hubiera entendido especialmente bien con los judíos, “ellos siempre me ayudaron”.
Cuando tocabas sus manos te daba la sensación de que ahí residía el misterio, eran fuertes y delicadas. Como su música. Bebo no tocaba el piano. Lo acariciaba. Su sentido del tiempo era mágico. Te dejaba suspendido entre dos notas. El alma se te encogía. Poseía “el secreto”. Algo más allá de la técnica o del virtuosismo. Con una nota te llevaba a otro continente, a otra época. Bebo era the real thing.
Yo tuve la inmensa suerte de conocer a Bebo Valdés, el privilegio de
ser su amigo, y por ello le doy, una vez más, gracias a la vida.