Diciembre es para casi todo el mundo el mes que tiramos la casa por la ventana en regalos, comidas sociales y demás. Pocas veces pensamos en lo que hay detrás de cada compra, pero nuestras decisiones tienen consecuencias de gran importancia para la salud pública, la protección del entorno o la dignidad de muchos pueblos de la tierra.
La pregunta es: ¿debemos mirar el origen de los alimentos cuando nos disponemos a llenar la despensa para las comidas navideñas? En principio, no debería ser así, entre otras razones, porque los pequeños productores de Marruecos, Ecuador o Senegal tienen todo el derecho a vender sus productos en los países ricos. Sin embargo, la agricultura de exportación no tiene nada que ver con las pequeñas explotaciones, sino con grandes empresas occidentales que se instalan allí con el único afán de producir muy barato. Los salarios bajísimos, la mano de obra infantil, los agroquímicos en grandes cantidades o la falta de controles sanitarios son, en realidad, la razón de que una fruta de Ecuador o de Centroamérica atraviese todo el Atlántico y aún así sea más barata que la producida en Lleida o Valencia. “Hoy por hoy – explica Felipe Medina, director de Economía Agraria del sindicato del campo COAG- es mucho más barato producir un tomate en Marruecos que en Almería porque las condiciones de trabajo que se exigen en ese país no son las que se exigen aquí. Allí hay personas que trabajan por medio dólar al día y se utilizan productos químicos, como el bromuro de metilo, que en la UE están prohibidos”.
¿DE DÓNDE VIENEN LOS ALIMENTOS?
Paradójicamente, la globalización del comercio alimentario hace muchas veces innecesarias las importaciones de productos, ya que los grandes distribuidores (hipermercados y supermercados) están trayendo progresivamente a España las condiciones de vida y de trabajo de los campos del norte de África o Suramérica. Estas grandes empresas montan centrales de compra que lo hacen casi todo: empiezan en la finca del agricultor, donde compran las naranjas, por ejemplo, a tres céntimos el kilo –son cifras de COAG de este año-, las transportan a las ciudades, almacenan el género el tiempo necesario para sacarlo cuando la demanda es favorable y lo venden en sus grandes superficies a 1`7 euros el kilo. El agricultor español se lleva menos del 20% del precio final, se eliminan intermediarios y, aún así, los precios alimentarios no bajan. Y, por si faltasen beneficios, el proceso se está internacionalizando y, poco a poco, estas centrales de compra, que son naves enormes en las zonas productoras, se están llevando a Suramérica o el Magreb.
El pasado verano, incluso, se produjo la crisis de los cítricos en Valencia para mostrar a los agricultores disconformes que, si las cosas están mal para ellos, todo puede ir a peor. “Los cultivadores de cítricos no tenían precio –explica el técnico de COAG-, y dejaban las naranjas y limones en los árboles porque no les pagaban nada por ellos. Y sin embargo, en hipermercados de Valencia se vendían naranjas de Uruguay.” ¿Alguien lo entiende?
No es de extrañar que miles de agricultores en nuestro país tiren la toalla cada año. En 2006, según la Encuesta de Población Activa, el número de ocupados en el sector agrario español se redujo respecto a 2005 en 47600 personas y ya representa apenas el 4`5% del empleo total. Para romper esta cadena que puede arruinar el campo español y la producción de alimentos locales de calidad, COAG recomienda sin ambages los mercados tradicionales por la calidad, frescura y fiabilidad de los productos que venden, la mayoría, nacionales y más baratos cuánto más cerca esté de su origen. “Una naranja que en 24 horas pasa del árbol a mi casa –apunta Felipe Medina- tiene que ser mejor que otra que viene de Uruguay y pasa quince días en una cámara frigorífica. Además, hay que arrancarla verde del árbol y está cultivada por un agricultor que apenas gana lo justo para vivir.”
Rafael Carrasco
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