miércoles, 25 de junio de 2014

HASTA SIEMPRE, ANA MARÍA MATUTE

 
La escritora Ana María Matute, premio Cervantes en 2010, académica y una de las grandes autoras de la posguerra, ha fallecido este miércoles en su domicilio de Barcelona a un mes de cumplir 89 años. Hace sólo unos meses, fue la encargada de entregar la última edición del premio Nadal en su ciudad, donde había nacido el 26 de julio de 1925.
La literatura realista, fantástica e infantil fueron las tres vertientes que caracterizaron su obra con un estilo de aparente sencillez que escondía la complejidad del ser humano. Matute acababa de entregar a la editorial Destino su nueva novela: Demonios familiares, prevista para septiembre.
"Su papel fue relevante en la posguerra desde el punto de vista sociológico, por su condición de mujer que jugó un papel importante al abrirse paso en un mundo machista, y literario al reflejar la realidad a través de líneas duras y poéticas con dosis de ironía", asegura Emili Rosales, editor de Destino.
La tercera mujer que ganó el Cervantes fue capaz como pocas, como pocos, de imbricar en su escritura las indispensables dosis de realismo con un irrenunciable hálito de lirismo. Matute llevó a las librerías novelas de la dimensión de Los Abel (1948), Pequeño teatro (1954, premio Planeta), El río (1973), Olvidado Rey Gudú (1996) y Paraíso inhabitado, su última novela. Con Primera memoria había ganado en 1959 el prestigioso Premio Nadal.
La traviesa niña Ana María Matute se portaba mal exprofeso para que su madre, en vez de llamarla por el apelativo familiar de Totitos, gritara su nombre real a más no poder y la encerrara en el cuarto oscuro de la casa. Allí, en la falta de luz más absoluta, aguzaba su imaginación, en la que aparecían sobre todo duendes y reyes y niños encantados amigos de hadas con los que forjaría una de las imaginaciones más potentes de la literatura española de postguerra.
Empezó rápida a sacarle rédito a la riqueza de su mundo interior. Nacida en Barcelona en 1925, a los cinco años recordaba haber escrito ya un relato. Se trataba de un niño que llevaba un vestido muy muy largo y al que un duende ayudaba a ajustar; pero entonces, ya ajustado, el niño crecía y la vestimenta quedaba corta… Su cabeza estaba a punto de estallar con tanta historia de los Andersen, Grimm y Perrault, los grandes clásicos, y con las de las criadas, alas que oía escondida debajo de las tablas de planchar. Por eso a los 17 nacía su primera novela, Pequeño teatro, que tardaría mucho tiempo (algo habitual en su manera de trabajar) en dar por acabada y ver publicada, nada menos que como premio Planeta, en 1954. Era la confirmación de un aviso que dio ya con Los Abel, que aparecía en 1948 y que quedó finalista del premio Nadal.
Marcada especialmente por los recuerdos de las bombas de la Guerra Civil, episodio que reflejó siempre desde la mirada infantil porque quizá nunca tuvo otra, sus problemas matrimoniales (se casó en 1952 con el escritor Eugenio de Goicoechea) marcaron tanto su vida como su obra literaria. En este segundo aspecto, la trayectoria fulgurante de una de las mejores voces de las letras españolas de postguerra, que ya llevaba consigo el bagaje del Premio Café Gijón por Fiesta al noroeste (1952), galardón al que siguieron los Premios Nacional de Literatura Miguel de Cervantes y de la Crítica por Los hijos muertos en 1959 (el mismo año en que consiguió el Nadal por Primera memoria, se frenó. No poder ver a su hijo sólo los sábados y no obtener su custodia hasta que Juan Pablo no alcanzó los 10 años después, lo marcó todo, en especial un proceso de divorcio, algo inaudito en la machista y retrógrada España de los 60. El resultado fue que tomó la decisión de irse a EEUU como lectora. Ello explica que en la Universidad de Boston esté hoy buena parte de su legado literario.
Fue trampeando su situación personal porque, a pesar de todo, fue una mujer dura, a partir de un intenso compromiso personal en lo moral y en lo profesional, Matute nunca ocultó sus preferencias intelectuales e ideológicas. En una entrevista con este diario realizada el pasado verano, confesaba: "Yo siempre he sido de izquierdas, pero no comprometida con ningún partido. Lo que aspiro es al deseo de justicia y a que no me engañen. Ingenua, inocente, soy, pero tonta, no". También se superó en lo literario y con más éxito del que las circunstancias hacían prever. Así, en 1962 cosechó el Fastenrath de la Academia de la Lengua con Los soldados lloran de noche y en 1965 se alzó con el Premio Nacional de Literatura Infantil Lazarillo por El polizón de Ulises. En los ochenta fue distinguida con el Premio Nacional de Literatura Infantil por Sólo un pie descalzo (1984), tras la que siguió un angustiante silencio motivado por una fuerte depresión de la que no estaba muy alejado el alcohol.
Una fuerza de superación notabilísima, su riqueza interior sin igual y el apoyo de su círculo más cercano, sobre todo de su hijo y del staff de su agencia, Carmen Balcells, hizo que lentamente remontara. El año mágico fue 1996, cuando coincidieron la edición de su majestuoso Olvidado Rey Gudú, bello cuento de hadas que se convirtió en una de sus obras de más éxito y, sin duda, la volvió a poner en primera línea en las librerías, y su elección como miembro de la Real Academia Española de la Lengua para ocupar el sillón “K”, institución en la que ingresó dos años después con un discurso muy de su mundo fantástico, En el bosque. Se convertía así en la tercera mujer en ocupar una silla en la alta cámara de la lengua.
Fue un renacer. Aranmanoth (2000), otra obra de corte medieval y, sobre todo, la edición dos años después de sus Cuentos de infancia, recopilación de nueve cuentos e ilustraciones que Matute escribió cuando tenía entre cinco y catorce año, parecieron quitarle, como ratificó el Premio Nacional de las Letras Españolas en 2007. Ni su hospitalización, en febrero de 2008 a consecuencia de una fractura de tibia, frenó su ansia escritora, entonces centrada en la hasta ahora su última novela, Paraíso inhabitado. La culminación a todo llegó hace tres años, en 2010, cuando obtuvo el Premio Cervantes. “La Literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas”, reconoció, como gran verdad de su vida, en el discurso de aceptación.
Desde entonces fue arrastrando, por culpa de los inevitables achaques de la edad que aun así no le impidieron entregar el pasado enero la última edición del premio Nadal, una nueva novela Demonios familiares, que entregó a su editor, Emili Rosales hace poco y que Destino publicará en septiembre. En verdad, con ella se va uno de los últimos escritores esenciales de los años 40 y 50, en especial mujeres, tras la muerte de autoras como Carmen Laforet, Ana María Moix, Esther Tusquets y Carmen Martín Gaite.
La ya novela póstuma transcurre en 1936, inicio de la Guerra Civil, y está protagonizada por una joven en un mundo de amor, traición y sentimientos confusos. El escenario es una ciudad castellana. Una obra, dice su editor, "en la cual ella trabajó animadamente". Aunque dijera que “nunca ha escrito una sola línea autobiográfica”, la mayor parte de sus obras no estrictamente fantasiosas tiene jirones de su piel y de esas historias que le contaba a Gorogó, su muñeco de tez negra que, pacientemente hasta ayer mismo, fue desde los cinco años el primer receptor de su imaginación ya inmortal.

EN RECUERDO DE ANA MARÍA MATUTE

Cuando Ana María era pequeña se quedaba fascinada con los relatos que su vieja cuidadora le contaba. Su imaginación crecía con los ogros, princesas, hadas y gnomos, que poblaban los viejos cuentos populares.
Como era una niña muy despierta pronto se dio cuenta de que dentro de las cajitas rectangulares que llenaban aquellos muebles tan altos que los mayores llamaban libreros, se encontraban esas y otras muchas historias. Llegaba fácilmente a los estantes y enseguida comenzó a manipular aquellas cajitas llamadas libros. Eran objetos de diversos colores que se abrían. Estaban llenas de hojas de papel blanco y sembradas de unas extrañas hormiguitas negras que no se movían.
Cuando ni siquiera sabía leer supo que de mayor iba a hacer eso, libros. A los 5 años escribió su primer cuento. A los 17, Pequeño teatro, su primera novela.
Su viva inteligencia, su enorme corazón, iban a regalarnos desde muy pronto docenas y docenas de apasionantes, divertidas y trágicas historias que nos ayudan a vivir, descubriéndonos que nuestro mundo oculta otros mundos; que debemos, como Alicia, atravesar la niebla del espejo y adentrarnos en el bosque de las palabras, en su misterio.
Ella ha sido la gran maga de las palabras, la maga cuentacuentos. Las palabras la aman, como bien dice su amiga Juana Salabert.
Descansa en paz, hermosa y generosa maga. Tus libros quedan con nosotros.— Carlos José Barbáchano Gracia.

ADIÓS, ANA

Nunca podré olvidar aquel descubrimiento, una emoción que me ha acompañado desde entonces en toda mi vida, en todos mis libros. Desde que la conocí, siempre he atesorado el recuerdo de aquella mujer seca, cariñosa a la parca manera en la que sólo alcanzan a expresar cariño quienes han sufrido mucho. La Tanaya, cruelmente fértil, paría hijos para perderlos enseguida, uno detrás de otro, pero mientras vivían, solía cubrir con un trapo dos palitos atados en cruz, los dejaba en su cuna y les decía: ¡mira qué muñeca tan bonita te ha hecho madre...! La Tanaya era, también, una metáfora de España, el grito mudo de amor, y de rabia, con el que una mujer de 33 años desafió a los censores que la acosaron con saña incomparable.
“Los hijos muertos”, publicada en 1958, sigue siendo para mí, aparte de la mejor novela sobre la posguerra del siglo XX, la obra maestra de una escritora descomunal, una autora clave en la literatura española contemporánea, un ejemplo de exigencia, de rigor, de lucidez, mucho más allá de la encantadora mujer que fue, sin duda, Ana María Matute. Por eso, ante su muerte, más que felicitarme por haber tenido el privilegio de conocerla, de hablar con ella de literatura, de cocina y de carpintería —su hobby favorito—, quiero evocar la fortuna de haber sido su lectora y, aún más, de haber encontrado en ella un modelo, un puente, un camino a seguir.
Viva Ana María Matute, porque vivirá siempre mientras vivan sus libros, tan excepcionales los que escribió para niños como los que dirigió a los adultos, y Olvidado Rey Gudú, solitario habitante de la tierra de nadie de la literatura fantástica en español, la isla desierta que ella colonizó para nosotros. Viva Ana María Matute, porque no morirá nunca, porque no ha muerto ni siquiera ahora, como jamás morirán los hijos de la Tanaya.
Almudena Grandes.


EL CINE AÚN ESPERA A MATUTE
Sorprende que Ana María Matute haya sido tan poco adaptada al cine, como si hubiera otros muchos guiones originales capaces de reemplazar la poesía de la autora, o su lúcida visión de los sinsabores de la realidad. Se han quedado esperando en el tintero de las cámaras sus grandes novelas, salvo la adaptación de Pecado de omisión que José Antonio Pangua hizo en 1974, o la de Javier Aguirre en 1987 de El polizón del Ulises, dos de los numerosos retratos de la infancia que creó la escritora. El polizón del Ulises reunió por única vez en la gran pantalla a tres leyendas del cine español, nada menos que a Imperio Argentina, Ana Mariscal y Aurora Bautista; para los dos primeras supuso su última aparición en el cine. Hubo, por otra parte, quien intentó adaptar la magnífica Primera memoria y su secuela Los soldados lloran de noche, pero sin lograr convencer a productor alguno. Quizás haya habido otros intentos
Pero no está sola la obra de Ana María Matute en permanecer prácticamente ausente de la cinematografía española. También están las de Mercedes Salisachs o Ana Maria Moix, por citar a dos escritoras catalanas fallecidas así mismo este año. En un tiempo más lejano el cine español se interesaba con devoción por los textos literarios. Y ahí está, por citar otra novela catalana, la versión que Edgar Neville hizo de Nada, la premiada novela de Carmen Laforet, una película que fue duramente castigada por la censura de 1948, si bien en otras muchas ocasiones la adaptación de novelas u obras teatrales de prestigio sirviera como coartada cultural para los censores.
Sin pretender olvidar otras buenas adaptaciones –las novelas de Juan Marsé, Cela o Miguel Delibes, por ejemplo-, ocurre ahora con frecuencia que el camino se hace a la inversa, y que es el cine el que inspira montajes teatrales, y hasta algún que otro libro. Sea como fuere, en esta hora de homenajes a Ana María Matute, es lamentable que el cine no pueda aportar su particular reconocimiento bien merecido al talento de esta escritora irrepetible.
Diego Galán.

INOLVIDABLE PRINCESA MATUTE

“Fuimos a comer a un italiano que a Ana María le gustaba mucho y a los que les dejó una dedicatoria en un plato blanco, pero no lo encontrábamos; luego salió el cocinero y dijo que hacía unos 15 días cayó uno de los platos de la pared y se rompió; quizá no era el suyo pero fue por esas fechas cuando Ana María entró en el hospital; y ahora aquí tiene la sala de velatorio número 13. ¿Supersticiosa? Sonreiría y lo habría utilizado, niña mala, para alguno de sus fantasiosos relatos”, vaticinaba ayer Silvia Sesé, editora de Destino, en uno de los pequeños pero constantes corrillos que se formaron ayer tarde en la capilla ardiente de la escritora y académica Ana María Matute, fallecida el miércoles a los 88 años.
No fue el único guiño del destino: en esa misma sala, la 13, estuvo no hace ni cuatro meses su amiga y también escritora Ana María Moix, que fue quien le presentó a Pere Gimferrer en un bar de los años 60. Bastante afectado, el académico fue el primero en personarse para dar su último adiós. Salió en silencio pero en el libro de condolencias se le escapó el corazón, brevemente: “Gracias por todo. Nunca te olvidaré, Matutona”, firmó cariñosamente.
La capilla ardiente era un continuo contraste. Junto al consejero de Cultura de la Generalitat, Ferran Mascarell, los editores Jorge Herralde y Emili Rosales o la cineasta Rosa Vergés (“la tratamos mucho en casa”, recordaba la hija del histórico editor Josep Vergés, que en la revista Destino le permitió escribir con 18 años) se alternaban con gente anónima, lectores que, con la condescendencia del hijo de la autor de Olvidado rey Gudú, Juan Pablo Goicoechea Matute, acudían a dar el pésame. Entre ellas, una mujer con muletas, Pilar Castro Villaba, que resultó fue la ganadora de la tercera edición del Premio Internacional Ana María Matute, hace más de 20 años.
Las diferencias también se notaban en las muestras florales que iban enmarcando el féretro y una sala anexa: los modestos ramos de flores que llegaban a media tarde contrastaban con las notables coronas institucionales; entre éstas, la de rosas blancas de la Real Academia Española, cuya blancura fulgía aún más ante las rosas rojas y rosas de la corona que enviaron los Reyes Juan Carlos y Sofía, con la bandera española; también hubo ofrenda de los nuevos Reyes y del presidente de la Generalitat, Artur Mas.
“Coronas de dos reyes: eso le habría gustado”, comentaban en los corrillos de amigos, entre los que estaba la colega Maruja Torres o Guillem d’Efak, director de la que fue su agencia, la Carmen Balcells, que tanto la ayudó en los momentos difíciles de su depresión. Inevitables ya los móviles mostrando las últimas imágenes que habían almacenado de la vitalista escritora, que hace apenas cinco meses aun tuvo ánimos para hacer entrega del galardón del premio Nadal, que cumplía 70 años. “Era una mujer afable pero de mucho carácter y fortaleza”, trazó el alcalde de Barcelona, Xavier Trías. “Vivir hasta los 88 años y no tener adversarios en la vida dice mucho de una persona”, comentaba el hijo de la escritora, al que se le escapó las últimas palabras que le dirigió su madre: “Te quiero”. Simples, si se quiere, pero para ellos cargadas de todo si se sabe que tardó 10 años hasta que logró su custodia cuando niño.
Una demostración de amor puro también traspiraban la veintena de páginas de dedicatorias, allí donde los lectores anónimos se dejaban ir, menos tensos que ante la sala de velatorio. “Gracias siempre por liberarnos con tus palabras”, escribía Laia. “Un poco más solas, un poco más huérfanas, un poco más tristes”, rezaba otra. “Volarás a tu infancia mágica y terrible, cabalgando en el magnífico Clavileño”, jugaba con las propias armas de Matute, diablura y surrealismo, un lector al evocar el caballo de madera con el que unos duques gastan una broma a Don Quijote y Sancho.
“Como estudiante, imagino que vengo de portavoz de todos nosotros y decir que Ana María Matute fue una inspiración para todos nosotros. Agradecemos tu magia”, había reflejado una joven de tejanos y bolsa de tela roja. “Te quiero, princesa”, finalizaba su dedicatoria Sonia. Inolvidable princesa Matute.
Carles Geli

LEGADO PÓSTUMO

Ana María Matute ha protagonizado una vida dedicada a la escritura, un caso de vocación radical. Completó su primera novela, Pequeño teatro, a los diecisiete años, y hasta pocos días antes de su muerte, con ochenta y ocho años, trabajó en su última novela, Demonios familiares.Su mirada asombrada se ha paseado por los abismos de la existencia y se ha escapado por la puerta abierta a los sueños.
De sus novelas realistas y crudas, con personajes que tropiezan antes de tiempo con los sinsabores de la vida, a las grandes fábulas como Olvidado Rey Gudú, que nos trasladan a otro tiempo y a otro mundo, al ensueño, ha escrito siempre como si ello fuera lo más sencillo del mundo, aunque detrás operara una gran exigencia y un lenguaje tan medido como tocado por el ángel de la poesía. Matute forma parte, con Delibes, Martín Gaite, Cela o Ferlosio, de la generación de la posguerra, tan vinculada a Destino, el sello donde ha publicado la mayor parte de su obra. Nos enorgullece que el pasado 6 de enero fuera ella quien hiciera entrega del 70º Premio Nadal (que ganó en 1959 con Primera memoria) a Carmen Amoraga, representando así a todos los autores que lo han alzado.
Y así hemos llegado a Demonios familiares (se publicará el 23 de septiembre), que nos traslada al fatídico 1936, de la mano de una muchacha sensible y asustada que se enamora sin hacer ningún caso a las convenciones. El ruido del mundo resuena ahí afuera mientras ella trata de poner orden en sus sentimientos. Ana María, como bien sabe su editora Silvia Sesé, ha trabajado en esta novela con todo el amor por cada palabra, mientras ha tenido fuerzas, como si cada párrafo fuera una conquista. Su lectura nos devuelve a lo mejor de su literatura. La puerta de los sueños sigue abierta.
Emili Rosales.

ADIÓS A UNA MAESTRA DEL REALISMO Y LA FANTASÍA

La conocí en París, en uno de esos viajes que hacíamos por entonces los escritores. Éramos un grupo bastante numeroso y, a la llegada al hotel, que no tenía un gran aspecto, Ana María Matute, con quien había hablado durante el viaje, con gran timidez y nerviosismo por mi parte, porque la admiraba demasiado como para atreverme a conocerla en persona, se dejó caer en uno de los sillones del vestíbulo como si estuviera a punto de desfallecer.
Las habitaciones no estaban listas y los trámites, además, fueron lentos. Al cabo, nos dieron las habitaciones y nos dispersamos. Ana María parecía algo más animada. Más tarde me confesó que eso le pasaba a menudo, que de repente se sentía sin fuerzas.
Nos hemos ido diciendo eso la una a la otra a lo largo de los años de nuestra amistad, que empezó en aquel momento, en el oscuro, algo sórdido, vestíbulo del hotel parisino. Vi su desfallecimiento y me pareció que era el mío, igual que el mío. Seguro que no, seguro que cada persona tiene su propio modo de desfallecer y su propio modo, también, de sobreponerse. Eso es algo que se aprende con el tiempo. Admiramos y queremos a una persona, nos identificamos, incluso, con ella, en la certeza de que, siendo distinta, hay algo en ella que entendemos, que nos resulta afín, que nos une a ella de una forma profunda.
Ana María fue cobrando una apariencia cada vez más frágil, más delicada. Se cayó innumerables veces, hubo de familiarizarse con la escayola, el bastón, la silla de ruedas. Seguía viajando, seguía acudiendo a actos públicos, seguía escribiendo. Cuando nos encontrábamos, hablábamos de nuestros desfallecimientos, y de algunas inquinas y ofensas de la vida, y de alegrías y satisfacciones, y de vernos más y de hablar más y de escribir más. Su voz, cada vez más delgada, siempre fue cantarina. Una voz alegre, aunque expresara penas o indignaciones.
Se supo levantar de todos sus desfallecimientos, supo amar, supo tener fe. En este momento, los trozos de vida que nos dio, que compartimos con ella, parecen cortos.
Hubiéramos querido más, ratos y más ratos de vida con Ana María Matute, en vestíbulos y bares de hotel y de aeropuertos, pero al fin, su vida ha sido larga. Ha sido rica. El mundo de inocencia, dolor, amargura y magia que nos ofrece en cada uno de sus libros ya se ha hecho parte de lo que somos. Es el regalo que hacen los artistas. Aquella realidad moldeada por la fantasía de una niña inclasificable que luego se convirtió, como ella misma decía, en una persona incómoda para muchos, sigue en pie. Ese en el poder de la literatura. Hace perdurar lo fugitivo.
Cuando el desfallecimiento ha sido dejado atrás, ya no existe. Lo que existe es el momento glorioso de la creación, el triunfo de la vida. De Ana María Matute quedará, para todos, el mundo que creó. Para sus allegados y seres más queridos, su fortaleza, ese impulso que la sostenía y hacía que se levantara una y otra vez y que deseara, siempre, ver más, hablar más, escribir más.
Soledad Puértolas.

MUJERES CLAVE DE LA POSGUERRA
En noviembre de 1969, desde las páginas de La Estafeta Literaria, Carmen Martín Gaite, a raíz de la temprana muerte de su amigo el escritor Ignacio Aldecoa, nos avisaba: “Los años cuarenta y cincuenta, lo queramos o no, empiezan a ser historia”. La historia de la novela española contemporánea de esas décadas y siguientes no se podría escribir en toda su pluralidad y riqueza sin incluir en ella los nombres de Carmen Laforet, Ana María Matute, Dolores Medio, Carmen Martín Gaite o Josefina Aldecoa, todas ellas nacidas en fechas muy próximas. Con perfiles literarios que a veces convergen pero también divergen, estas escritoras irrumpen con fuerza y pulso firme en nuestro panorama, e imprimen a las diversas corrientes realistas del momento un sello muy peculiar. Renovaron la novela de formación y llevaron sus historias a territorios interiores e intimistas, al fondo personal de donde brota la autoficción que más de una practicó avant la lettre, sin renunciar a proyectar su lente narrativa sobre la circunstancia inmediata o el pasado reciente –la niñez en tiempo de guerra-, y asimismo atentas a la gran renovación estructural y técnica de la novela en años posteriores.
Fue una mujer, Carmen Laforet, quien en 1944 inauguraba el premio Nadal con Nada, novela que sobrepasaba la condición histórico-documental propia de las obras de aquellos años, lo que las narraciones realistas tienen de crónica del vivir y de testimonio veraz de un ambiente concreto, para entregarnos también la mirada de una muchacha que descubre una ciudad y sus mundos: Barcelona, la universidad, la casa familiar de la calle Aribau, su atmósfera, los personajes que la habitan. Desde la primera página se percibe el filtro subjetivo, la realidad pulsada a través de la mirada de la joven Andrea, que, junto con el relato, transmite sus sensaciones, estados anímicos, fantasías… al par que se explora y conoce a sí misma, casi siempre a partir de la negación y del rechazo de la moral y los valores que encarnan la mayoría de los personajes. En contra de todos y de todas, Andrea consigue partir, dejando tras de sí la calle Aribau y Barcelona entera: un mundo, una época.
Por entonces, Ana María Matute ya tenía acabada su primera novela (Pequeño teatro, escrita en 1943 pero sólo publicada en 1954, obteniendo con ella el Premio Planeta), si bien fue con Los Abel (1947) como se dio a conocer la escritora barcelonesa, apuntando ya en esta obra el aliento narrativo que la llevaría a forjar una obra literaria extensa y de muy distinto sesgo que para mí tiene su cénit en Los hijos muertos (1958), verdadera opera magna de la escritora junto con Olvidado rey Gudú (1993). Situada y ambientada en Hegroz -un pequeño valle entre montañas, por el que se extienden los bosques de Neva, Oz y Cuatro Cruces; un escenario literario cuya topografía se corresponde con notable precisión al trazado real del pueblo riojano de Mansilla de la Sierra, y que proporciona a la novela su naturalismo de estirpe faulkneriana-, Los hijos muertos es una de esas obras que, en clave de saga familiar, encierra el signo de una época: avatares históricos, conflictos morales y sociales, ideario político, peripecia existencial, sentimientos. Y aunque la novela esté protagonizada por personajes masculinos, encontramos en ella una variada gama de figuras femeninas que, si bien al principio resultan casi tan inaccesibles y adustas (lejanas, escondidas) como el paisaje que habitan, poco a poco van emergiendo hasta situarse en un primer plano. Recordemos, además, que es una de las escasísimas novelas tratan de un tema poco conocido como son los campos de trabajos forzados existentes durante la dictadura franquista. Son imborrables las páginas dedicadas a las mujeres de los presos que con los hijos siguen a sus hombres y viven en unas chabolas, mujeres que “cocinaban en hornillos hechos con piedra o con ladrillos viejos”, que “dormían bajo los techos de cañizo, latas vacías y cartón embreado”, mujeres que “se tapaban unas a otras como podían: con abrigos, con alguna manta, para evacuar sus excrementos. Parecían avergonzadas y doloridas”.
Ya en la década siguiente, Dolores Medio obtenía también el Premio Nadal 1953 con Nosotros, los Rivero, novela de factura clásica, que narra la historia de una familia de clase media en el Oviedo de principios del siglo XX, deteniéndose el relato en los dramáticos sucesos del “octubre rojo”, que es la fecha en que arranca otra de las obras más conocidas de esta escritora asturiana, Diario de una maestra (1961). Fruto de su pasión por la enseñanza, a la que consagró buena parte de su vida, e inspirada en su propia experiencia como maestra en un pueblecito asturiano, la novela centra en la trayectoria vocacional e íntima de Irene Gal durante el curso 1935-1936, cuando se incorporó de manera activa y entusiasta al proyecto cultural político y educativo de la II República.
Precisamente Josefina Aldecoa, que se incorpora más tardíamente a la literatura, alcanzaría su primer gran éxito con una novela muy parecida, Historia de una maestra (1990), primera parte de la trilogía que componen Mujeres de negro (1994) y La fuerza del destino (1997), que cubren respectivamente la guerra civil y el exilio. Y sin embargo, durante mucho tiempo la escritora mantuvo inédita una novela que a mí me parece realmente ejemplar de aquel neorrealismo de los cincuenta del pasado siglo, escrita a raíz de una experiencia londinense, que Aldecoa recuerda en su libro de memorias En la distancia (2004). Me refiero a La casa gris (2005), que cuenta el verano que Teresa vivió en Londres, en Crosby Hall, una famosa residencia de mujeres universitarias postgraduadas y profesionales de distintas disciplinas, situada en el aristocrático y muy literario barrio de Chelsea. Allí trabajó Josefina Aldecoa de mayo a octubre de 1950 y para la joven española aquel fue un viaje a la libertad y a la cultura.
Laforet, Aldecoa, Matute, Martín Gaite y Dolores Medio abrieron un camino
Y en 1957 fue también otra escritora, Carmen Martín Gaite, quien obtenía el Premio Nadal con Entre visillos, novela imborrable que apuntaba ya la indeclinable sugestión de una obra fecunda que alcanza distintos géneros literarios. Con un lenguaje eficaz por su naturalidad y transparencia, un lenguaje visual, grácil, vivísimo, permeable a los mil registros de una oralidad callejera (exenta de vulgaridad) a la que la escritora siempre estuvo muy atenta, en Entre visillos apunta ya la magia verbal de Carmiña, que nos cautiva a sus lectores-interlocutores hasta el punto de anhelar que todos sus relatos e historias fueran un cuento de nunca acabar. Sus personajes nos cautivan especialmente cuando hablan porque son criaturas a las que la voz se les va coloreando línea a línea. En la seducción que despierta Entre visillos cuenta mucho la inmediatez verbal, lo instantáneo de una narración que se abre precisamente con una carta, la que le escribe Gertru a su amiga Natalia. Y en los fragmentos de interior verbalizados, en los monólogos y los diálogos casi minimalistas a ratos, tenemos el espléndido dibujo de una época vista “entre visillos”, cuyo transcurrir fijo con palabras Martín Gaite, dejándonos de ella un murmullo extendido en el tiempo. Una época presidida por la angustia-angostura de la vida provinciana en la que una joven española caminaba hacia el porvenir rompiendo ataduras. Las literarias también.
Ella y las demás, que con su dilatada obra nos dejaron un valioso legado en herencia, tanto a lectores como a escritores.
Ana Rodríguez Fischer.

UNA LARGA E INACABADA PREGUNTA
  
La larga vida de la escritora catalana Ana María Matute le permitió reunir experiencias distintas: personales, sociales, políticas e históricas. Pero sobre todo le permitió una larga vida literaria en la cual cuajaron esas experiencias, además de citarse diferentes escuelas, estilos y obsesiones, sobre todo obsesiones, como a ella le gustaba llamar a esas ideas sobre el ser humano y su sed de poder y su capacidad de odio que cifró en esa maravilla literaria llamada Olvidado rey Gudú (1996).
La obra narrativa de Ana María Matute comienza en 1948 con Los Abel. Esa obra se mantiene activa hasta 1971, año de la publicación de su novela fantástica La torre vigía. Viene luego un largo silencio que dura casi veinte años, años de depresión y como de ausencia, como si el mundo ya no le importara, a ella que tanto siempre le importó. En 1993 reescribe Luciernagas, la novela sobre la guerra civil española, con la que quedó finalista en el premio Nadal de 1949 y que el régimen franquista prohibió. Los años noventa son tiempo de rescate y reescritura de libros inéditos. Libros de cuentos y relatos infantiles. Y, sobre todo, el comienzo de la redacción de Olvidado rey Gudú, una de sus novelas, junto a Aranmanoth (2000), más reconocida por la crítica especializada y los lectores.
En 1961, la autora de Primera memoria publica un libro de cuentos titulado Historias de la Artámila. Por ese entonces la doctrina de realismo social necesitaba un aire renovador de estética y emociones de buena ley. Andaban por ahí Ignacio Aldecoa y Medardo Fraile intentándolo con muy buenos resultados. Me inicié en este libro gracias a una antología de José María Merino titulada Cien años de cuentos. Leí ahí una historia titulada Pecado de omisión, perteneciente a Historias de la Artámila. El cuento es una pieza maestra de la elipsis. Se cruzan en él la impotencia y la injusticia, dos conceptos cruciales en la literatura de nuestra escritora. Quien quiera introducirse en la narrativa de Ana María Matute, en la narrativa que ella defendió hasta hace unos días, la literatura de los primeros indicios de la crueldad, de la diferencia de clases, del descubrimiento de la muerte, de la frontera entre el mundo rural y el urbano, tiene en este texto (reeditado en 2005) un resumen de su arte poética y su concepto del contar como expresión del dolor espiritual y la revelación como libertad.
J.Ernesto Ayala-Dip

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