La escritora Ana María Matute,
premio Cervantes en 2010, académica y una de las grandes autoras de la
posguerra, ha fallecido este miércoles en su domicilio de Barcelona a un
mes de cumplir 89 años. Hace sólo unos meses, fue la encargada de entregar la última edición del premio Nadal en su ciudad, donde había nacido el 26 de julio de 1925.
La literatura realista, fantástica e infantil fueron las tres
vertientes que caracterizaron su obra con un estilo de aparente
sencillez que escondía la complejidad del ser humano. Matute acababa de
entregar a la editorial Destino su nueva novela: Demonios familiares, prevista para septiembre.
"Su papel fue relevante en la posguerra desde el punto de vista
sociológico, por su condición de mujer que jugó un papel importante al
abrirse paso en un mundo machista, y literario al reflejar la realidad a
través de líneas duras y poéticas con dosis de ironía", asegura Emili
Rosales, editor de Destino.
La tercera mujer que ganó el Cervantes
fue capaz como pocas, como pocos, de imbricar en su escritura las
indispensables dosis de realismo con un irrenunciable hálito de lirismo.
Matute llevó a las librerías novelas de la dimensión de Los Abel (1948), Pequeño teatro (1954, premio Planeta), El río (1973), Olvidado Rey Gudú (1996) y Paraíso inhabitado, su última novela. Con Primera memoria había ganado en 1959 el prestigioso Premio Nadal.
La traviesa niña Ana María Matute se portaba mal exprofeso para que
su madre, en vez de llamarla por el apelativo familiar de Totitos,
gritara su nombre real a más no poder y la encerrara en el cuarto oscuro
de la casa. Allí, en la falta de luz más absoluta, aguzaba su
imaginación, en la que aparecían sobre todo duendes y reyes y niños
encantados amigos de hadas con los que forjaría una de las imaginaciones
más potentes de la literatura española de postguerra.
Empezó rápida a sacarle rédito a la riqueza de su mundo interior.
Nacida en Barcelona en 1925, a los cinco años recordaba haber escrito ya
un relato. Se trataba de un niño que llevaba un vestido muy muy largo y
al que un duende ayudaba a ajustar; pero entonces, ya ajustado, el niño
crecía y la vestimenta quedaba corta… Su cabeza estaba a punto de
estallar con tanta historia de los Andersen, Grimm y Perrault, los
grandes clásicos, y con las de las criadas, alas que oía escondida
debajo de las tablas de planchar. Por eso a los 17 nacía su primera
novela, Pequeño teatro, que tardaría mucho tiempo (algo
habitual en su manera de trabajar) en dar por acabada y ver publicada,
nada menos que como premio Planeta, en 1954. Era la confirmación de un
aviso que dio ya con Los Abel, que aparecía en 1948 y que quedó finalista del premio Nadal.
Marcada especialmente por los recuerdos de las bombas de la Guerra
Civil, episodio que reflejó siempre desde la mirada infantil porque
quizá nunca tuvo otra, sus problemas matrimoniales (se casó en 1952 con
el escritor Eugenio de Goicoechea) marcaron tanto su vida como su obra
literaria. En este segundo aspecto, la trayectoria fulgurante de una de
las mejores voces de las letras españolas de postguerra, que ya llevaba
consigo el bagaje del Premio Café Gijón por Fiesta al noroeste (1952), galardón al que siguieron los Premios Nacional de Literatura Miguel de Cervantes y de la Crítica por Los hijos muertos en 1959 (el mismo año en que consiguió el Nadal por Primera memoria,
se frenó. No poder ver a su hijo sólo los sábados y no obtener su
custodia hasta que Juan Pablo no alcanzó los 10 años después, lo marcó
todo, en especial un proceso de divorcio, algo inaudito en la machista y
retrógrada España de los 60. El resultado fue que tomó la decisión de
irse a EEUU como lectora. Ello explica que en la Universidad de Boston
esté hoy buena parte de su legado literario.
Fue trampeando su situación personal porque, a pesar de todo, fue una
mujer dura, a partir de un intenso compromiso personal en lo moral y en
lo profesional, Matute nunca ocultó sus preferencias intelectuales e
ideológicas. En una entrevista con este diario
realizada el pasado verano, confesaba: "Yo siempre he sido de
izquierdas, pero no comprometida con ningún partido. Lo que aspiro es al
deseo de justicia y a que no me engañen. Ingenua, inocente, soy, pero
tonta, no". También se superó en lo literario y con más éxito del que
las circunstancias hacían prever. Así, en 1962 cosechó el Fastenrath de
la Academia de la Lengua con Los soldados lloran de noche y en 1965 se alzó con el Premio Nacional de Literatura Infantil Lazarillo por El polizón de Ulises. En los ochenta fue distinguida con el Premio Nacional de Literatura Infantil por Sólo un pie descalzo
(1984), tras la que siguió un angustiante silencio motivado por una
fuerte depresión de la que no estaba muy alejado el alcohol.
Una fuerza de superación notabilísima, su riqueza interior sin igual y
el apoyo de su círculo más cercano, sobre todo de su hijo y del staff
de su agencia, Carmen Balcells, hizo que lentamente remontara. El año
mágico fue 1996, cuando coincidieron la edición de su majestuoso Olvidado Rey Gudú,
bello cuento de hadas que se convirtió en una de sus obras de más éxito
y, sin duda, la volvió a poner en primera línea en las librerías, y su
elección como miembro de la Real Academia Española de la Lengua para
ocupar el sillón “K”, institución en la que ingresó dos años después con
un discurso muy de su mundo fantástico, En el bosque. Se convertía así en la tercera mujer en ocupar una silla en la alta cámara de la lengua.
Fue un renacer. Aranmanoth (2000), otra obra de corte
medieval y, sobre todo, la edición dos años después de sus Cuentos de
infancia, recopilación de nueve cuentos e ilustraciones que Matute
escribió cuando tenía entre cinco y catorce año, parecieron quitarle,
como ratificó el Premio Nacional de las Letras Españolas en 2007. Ni su
hospitalización, en febrero de 2008 a consecuencia de una fractura de
tibia, frenó su ansia escritora, entonces centrada en la hasta ahora su
última novela, Paraíso inhabitado. La culminación a todo llegó
hace tres años, en 2010, cuando obtuvo el Premio Cervantes. “La
Literatura ha sido, y es, el faro salvador de muchas de mis tormentas”,
reconoció, como gran verdad de su vida, en el discurso de aceptación.
Desde entonces fue arrastrando, por culpa de los inevitables achaques
de la edad que aun así no le impidieron entregar el pasado enero la
última edición del premio Nadal, una nueva novela Demonios familiares,
que entregó a su editor, Emili Rosales hace poco y que Destino
publicará en septiembre. En verdad, con ella se va uno de los últimos
escritores esenciales de los años 40 y 50, en especial mujeres, tras la
muerte de autoras como Carmen Laforet, Ana María Moix, Esther Tusquets y
Carmen Martín Gaite.
La ya novela póstuma transcurre en 1936, inicio de la Guerra Civil, y
está protagonizada por una joven en un mundo de amor, traición y
sentimientos confusos. El escenario es una ciudad castellana. Una obra,
dice su editor, "en la cual ella trabajó animadamente". Aunque dijera
que “nunca ha escrito una sola línea autobiográfica”, la mayor parte de
sus obras no estrictamente fantasiosas tiene jirones de su piel y de
esas historias que le contaba a Gorogó, su muñeco de tez negra que,
pacientemente hasta ayer mismo, fue desde los cinco años el primer
receptor de su imaginación ya inmortal.
EN RECUERDO DE ANA MARÍA MATUTE
Cuando Ana María era pequeña se quedaba fascinada con los relatos que
su vieja cuidadora le contaba. Su imaginación crecía con los ogros,
princesas, hadas y gnomos, que poblaban los viejos cuentos populares.
Como era una niña muy despierta pronto se dio cuenta de que dentro de
las cajitas rectangulares que llenaban aquellos muebles tan altos que
los mayores llamaban libreros, se encontraban esas y otras muchas
historias. Llegaba fácilmente a los estantes y enseguida comenzó a
manipular aquellas cajitas llamadas libros. Eran objetos de diversos
colores que se abrían. Estaban llenas de hojas de papel blanco y
sembradas de unas extrañas hormiguitas negras que no se movían.
Cuando ni siquiera sabía leer supo que de mayor iba a hacer eso, libros. A los 5 años escribió su primer cuento. A los 17, Pequeño teatro, su primera novela.
Su viva inteligencia, su enorme corazón, iban a regalarnos desde muy
pronto docenas y docenas de apasionantes, divertidas y trágicas
historias que nos ayudan a vivir, descubriéndonos que nuestro mundo
oculta otros mundos; que debemos, como Alicia, atravesar la niebla del
espejo y adentrarnos en el bosque de las palabras, en su misterio.
Ella ha sido la gran maga de las palabras, la maga cuentacuentos. Las palabras la aman, como bien dice su amiga Juana Salabert.
Descansa en paz, hermosa y generosa maga. Tus libros quedan con nosotros.— Carlos José Barbáchano Gracia.
ADIÓS, ANA
Nunca podré olvidar aquel descubrimiento, una emoción que me ha
acompañado desde entonces en toda mi vida, en todos mis libros. Desde
que la conocí, siempre he atesorado el recuerdo de aquella mujer seca,
cariñosa a la parca manera en la que sólo alcanzan a expresar cariño
quienes han sufrido mucho. La Tanaya, cruelmente fértil, paría hijos
para perderlos enseguida, uno detrás de otro, pero mientras vivían,
solía cubrir con un trapo dos palitos atados en cruz, los dejaba en su
cuna y les decía: ¡mira qué muñeca tan bonita te ha hecho madre...! La
Tanaya era, también, una metáfora de España, el grito mudo de amor, y de
rabia, con el que una mujer de 33 años desafió a los censores que la
acosaron con saña incomparable.
“Los hijos muertos”, publicada en 1958, sigue siendo para mí, aparte
de la mejor novela sobre la posguerra del siglo XX, la obra maestra de
una escritora descomunal, una autora clave en la literatura española
contemporánea, un ejemplo de exigencia, de rigor, de lucidez, mucho más
allá de la encantadora mujer que fue, sin duda, Ana María Matute. Por
eso, ante su muerte, más que felicitarme por haber tenido el privilegio
de conocerla, de hablar con ella de literatura, de cocina y de
carpintería —su hobby favorito—, quiero evocar la fortuna de
haber sido su lectora y, aún más, de haber encontrado en ella un modelo,
un puente, un camino a seguir.
Viva Ana María Matute, porque vivirá siempre mientras vivan sus
libros, tan excepcionales los que escribió para niños como los que
dirigió a los adultos, y Olvidado Rey Gudú, solitario habitante
de la tierra de nadie de la literatura fantástica en español, la isla
desierta que ella colonizó para nosotros. Viva Ana María Matute, porque
no morirá nunca, porque no ha muerto ni siquiera ahora, como jamás
morirán los hijos de la Tanaya.
Almudena Grandes.
EL CINE AÚN ESPERA A MATUTE
Sorprende que Ana María Matute haya sido tan poco adaptada al cine,
como si hubiera otros muchos guiones originales capaces de reemplazar la
poesía de la autora, o su lúcida visión de los sinsabores de la
realidad. Se han quedado esperando en el tintero de las cámaras sus
grandes novelas, salvo la adaptación de Pecado de omisión que José Antonio Pangua hizo en 1974, o la de Javier Aguirre en 1987 de El polizón del Ulises, dos de los numerosos retratos de la infancia que creó la escritora. El polizón del Ulises
reunió por única vez en la gran pantalla a tres leyendas del cine
español, nada menos que a Imperio Argentina, Ana Mariscal y Aurora
Bautista; para los dos primeras supuso su última aparición en el cine.
Hubo, por otra parte, quien intentó adaptar la magnífica Primera memoria y su secuela Los soldados lloran de noche, pero sin lograr convencer a productor alguno. Quizás haya habido otros intentos
Pero no está sola la obra de Ana María Matute en permanecer
prácticamente ausente de la cinematografía española. También están las
de Mercedes Salisachs o Ana Maria Moix, por citar a dos escritoras
catalanas fallecidas así mismo este año. En un tiempo más lejano el cine
español se interesaba con devoción por los textos literarios. Y ahí
está, por citar otra novela catalana, la versión que Edgar Neville hizo
de Nada, la premiada novela de Carmen Laforet, una película que
fue duramente castigada por la censura de 1948, si bien en otras muchas
ocasiones la adaptación de novelas u obras teatrales de prestigio
sirviera como coartada cultural para los censores.
Sin pretender olvidar otras buenas adaptaciones –las novelas de Juan
Marsé, Cela o Miguel Delibes, por ejemplo-, ocurre ahora con frecuencia
que el camino se hace a la inversa, y que es el cine el que inspira
montajes teatrales, y hasta algún que otro libro. Sea como fuere, en
esta hora de homenajes a Ana María Matute, es lamentable que el cine no
pueda aportar su particular reconocimiento bien merecido al talento de
esta escritora irrepetible.
Diego Galán.
INOLVIDABLE PRINCESA MATUTE
“Fuimos a comer a un italiano que a Ana María le gustaba mucho y a
los que les dejó una dedicatoria en un plato blanco, pero no lo
encontrábamos; luego salió el cocinero y dijo que hacía unos 15 días
cayó uno de los platos de la pared y se rompió; quizá no era el suyo
pero fue por esas fechas cuando Ana María entró en el hospital; y ahora
aquí tiene la sala de velatorio número 13. ¿Supersticiosa? Sonreiría y
lo habría utilizado, niña mala, para alguno de sus fantasiosos relatos”,
vaticinaba ayer Silvia Sesé, editora de Destino, en uno de los pequeños
pero constantes corrillos que se formaron ayer tarde en la capilla
ardiente de la escritora y académica Ana María Matute, fallecida el miércoles a los 88 años.
No fue el único guiño del destino: en esa misma sala, la 13, estuvo
no hace ni cuatro meses su amiga y también escritora Ana María Moix, que
fue quien le presentó a Pere Gimferrer en un bar de los años 60.
Bastante afectado, el académico fue el primero en personarse para dar su
último adiós. Salió en silencio pero en el libro de condolencias se le
escapó el corazón, brevemente: “Gracias por todo. Nunca te olvidaré,
Matutona”, firmó cariñosamente.
La capilla ardiente era un continuo contraste. Junto al consejero de
Cultura de la Generalitat, Ferran Mascarell, los editores Jorge Herralde
y Emili Rosales o la cineasta Rosa Vergés (“la tratamos mucho en casa”,
recordaba la hija del histórico editor Josep Vergés, que en la revista Destino
le permitió escribir con 18 años) se alternaban con gente anónima,
lectores que, con la condescendencia del hijo de la autor de Olvidado rey Gudú,
Juan Pablo Goicoechea Matute, acudían a dar el pésame. Entre ellas, una
mujer con muletas, Pilar Castro Villaba, que resultó fue la ganadora de
la tercera edición del Premio Internacional Ana María Matute, hace más
de 20 años.
Las diferencias también se notaban en las muestras florales que iban
enmarcando el féretro y una sala anexa: los modestos ramos de flores que
llegaban a media tarde contrastaban con las notables coronas
institucionales; entre éstas, la de rosas blancas de la Real Academia
Española, cuya blancura fulgía aún más ante las rosas rojas y rosas de
la corona que enviaron los Reyes Juan Carlos y Sofía, con la bandera
española; también hubo ofrenda de los nuevos Reyes y del presidente de
la Generalitat, Artur Mas.
“Coronas de dos reyes: eso le habría gustado”, comentaban en los
corrillos de amigos, entre los que estaba la colega Maruja Torres o
Guillem d’Efak, director de la que fue su agencia, la Carmen Balcells,
que tanto la ayudó en los momentos difíciles de su depresión.
Inevitables ya los móviles mostrando las últimas imágenes que habían
almacenado de la vitalista escritora, que hace apenas cinco meses aun
tuvo ánimos para hacer entrega del galardón del premio Nadal, que
cumplía 70 años. “Era una mujer afable pero de mucho carácter y
fortaleza”, trazó el alcalde de Barcelona, Xavier Trías. “Vivir hasta
los 88 años y no tener adversarios en la vida dice mucho de una
persona”, comentaba el hijo de la escritora, al que se le escapó las
últimas palabras que le dirigió su madre: “Te quiero”. Simples, si se
quiere, pero para ellos cargadas de todo si se sabe que tardó 10 años
hasta que logró su custodia cuando niño.
Una demostración de amor puro también traspiraban la veintena de
páginas de dedicatorias, allí donde los lectores anónimos se dejaban ir,
menos tensos que ante la sala de velatorio. “Gracias siempre por
liberarnos con tus palabras”, escribía Laia. “Un poco más solas, un poco
más huérfanas, un poco más tristes”, rezaba otra. “Volarás a tu
infancia mágica y terrible, cabalgando en el magnífico Clavileño”,
jugaba con las propias armas de Matute, diablura y surrealismo, un
lector al evocar el caballo de madera con el que unos duques gastan una
broma a Don Quijote y Sancho.
“Como estudiante, imagino que vengo de portavoz de todos nosotros y
decir que Ana María Matute fue una inspiración para todos nosotros.
Agradecemos tu magia”, había reflejado una joven de tejanos y bolsa de
tela roja. “Te quiero, princesa”, finalizaba su dedicatoria Sonia.
Inolvidable princesa Matute.
Carles Geli
LEGADO PÓSTUMO
Ana María Matute ha protagonizado una vida dedicada a la escritura, un caso de vocación radical. Completó su primera novela, Pequeño teatro, a los diecisiete años, y hasta pocos días antes de su muerte, con ochenta y ocho años, trabajó en su última novela, Demonios familiares.Su mirada asombrada se ha paseado por los abismos de la existencia y se ha escapado por la puerta abierta a los sueños.
De sus novelas realistas y crudas, con personajes que tropiezan antes
de tiempo con los sinsabores de la vida, a las grandes fábulas como Olvidado Rey Gudú,
que nos trasladan a otro tiempo y a otro mundo, al ensueño, ha escrito
siempre como si ello fuera lo más sencillo del mundo, aunque detrás
operara una gran exigencia y un lenguaje tan medido como tocado por el
ángel de la poesía. Matute forma parte, con Delibes, Martín Gaite, Cela o
Ferlosio, de la generación de la posguerra, tan vinculada a Destino, el
sello donde ha publicado la mayor parte de su obra. Nos enorgullece que
el pasado 6 de enero fuera ella quien hiciera entrega del 70º Premio
Nadal (que ganó en 1959 con Primera memoria) a Carmen Amoraga, representando así a todos los autores que lo han alzado.
Y así hemos llegado a Demonios familiares (se publicará el 23 de septiembre),
que nos traslada al fatídico 1936, de la mano de una muchacha sensible y
asustada que se enamora sin hacer ningún caso a las convenciones. El
ruido del mundo resuena ahí afuera mientras ella trata de poner orden en
sus sentimientos. Ana María, como bien sabe su editora Silvia Sesé, ha
trabajado en esta novela con todo el amor por cada palabra, mientras ha
tenido fuerzas, como si cada párrafo fuera una conquista. Su lectura nos
devuelve a lo mejor de su literatura. La puerta de los sueños sigue
abierta.
Emili Rosales.
ADIÓS A UNA MAESTRA DEL REALISMO Y LA FANTASÍA
La conocí en París, en uno de esos viajes que hacíamos por entonces
los escritores. Éramos un grupo bastante numeroso y, a la llegada al
hotel, que no tenía un gran aspecto, Ana María Matute, con quien había
hablado durante el viaje, con gran timidez y nerviosismo por mi parte,
porque la admiraba demasiado como para atreverme a conocerla en persona,
se dejó caer en uno de los sillones del vestíbulo como si estuviera a
punto de desfallecer.
Las habitaciones no estaban listas y los trámites, además, fueron
lentos. Al cabo, nos dieron las habitaciones y nos dispersamos. Ana María parecía algo más animada. Más tarde me confesó que eso le pasaba a menudo, que de repente se sentía sin fuerzas.
Nos hemos ido diciendo eso la una a la otra a lo largo de los años de
nuestra amistad, que empezó en aquel momento, en el oscuro, algo
sórdido, vestíbulo del hotel parisino. Vi su desfallecimiento y me
pareció que era el mío, igual que el mío. Seguro que no, seguro que cada
persona tiene su propio modo de desfallecer y su propio modo, también,
de sobreponerse. Eso es algo que se aprende con el tiempo. Admiramos y
queremos a una persona, nos identificamos, incluso, con ella, en la
certeza de que, siendo distinta, hay algo en ella que entendemos, que
nos resulta afín, que nos une a ella de una forma profunda.
Ana María fue cobrando una apariencia cada vez más frágil, más
delicada. Se cayó innumerables veces, hubo de familiarizarse con la
escayola, el bastón, la silla de ruedas. Seguía viajando, seguía
acudiendo a actos públicos, seguía escribiendo. Cuando nos
encontrábamos, hablábamos de nuestros desfallecimientos, y de algunas
inquinas y ofensas de la vida, y de alegrías y satisfacciones, y de
vernos más y de hablar más y de escribir más. Su voz, cada vez más
delgada, siempre fue cantarina. Una voz alegre, aunque expresara penas o
indignaciones.
Se supo levantar de todos sus desfallecimientos, supo amar, supo
tener fe. En este momento, los trozos de vida que nos dio, que
compartimos con ella, parecen cortos.
Hubiéramos querido más, ratos y más ratos de vida con Ana María
Matute, en vestíbulos y bares de hotel y de aeropuertos, pero al fin, su
vida ha sido larga. Ha sido rica. El mundo de inocencia, dolor,
amargura y magia que nos ofrece en cada uno de sus libros ya se ha hecho
parte de lo que somos. Es el regalo que hacen los artistas. Aquella
realidad moldeada por la fantasía de una niña inclasificable que luego
se convirtió, como ella misma decía, en una persona incómoda para
muchos, sigue en pie. Ese en el poder de la literatura. Hace perdurar lo
fugitivo.
Cuando el desfallecimiento ha sido dejado atrás, ya no existe. Lo que
existe es el momento glorioso de la creación, el triunfo de la vida. De
Ana María Matute quedará, para todos, el mundo que creó. Para sus
allegados y seres más queridos, su fortaleza, ese impulso que la
sostenía y hacía que se levantara una y otra vez y que deseara, siempre,
ver más, hablar más, escribir más.
Soledad Puértolas.
MUJERES CLAVE DE LA POSGUERRA
En noviembre de 1969, desde las páginas de La Estafeta Literaria,
Carmen Martín Gaite, a raíz de la temprana muerte de su amigo el
escritor Ignacio Aldecoa, nos avisaba: “Los años cuarenta y cincuenta,
lo queramos o no, empiezan a ser historia”. La historia de la novela
española contemporánea de esas décadas y siguientes no se podría
escribir en toda su pluralidad y riqueza sin incluir en ella los nombres
de Carmen Laforet, Ana María Matute,
Dolores Medio, Carmen Martín Gaite o Josefina Aldecoa, todas ellas
nacidas en fechas muy próximas. Con perfiles literarios que a veces
convergen pero también divergen, estas escritoras irrumpen con fuerza y
pulso firme en nuestro panorama, e imprimen a las diversas corrientes
realistas del momento un sello muy peculiar. Renovaron la novela de
formación y llevaron sus historias a territorios interiores e
intimistas, al fondo personal de donde brota la autoficción que más de
una practicó avant la lettre, sin renunciar a proyectar su
lente narrativa sobre la circunstancia inmediata o el pasado reciente
–la niñez en tiempo de guerra-, y asimismo atentas a la gran renovación
estructural y técnica de la novela en años posteriores.
Fue una mujer, Carmen Laforet, quien en 1944 inauguraba el premio Nadal con Nada,
novela que sobrepasaba la condición histórico-documental propia de las
obras de aquellos años, lo que las narraciones realistas tienen de
crónica del vivir y de testimonio veraz de un ambiente concreto, para
entregarnos también la mirada de una muchacha que descubre una ciudad y
sus mundos: Barcelona, la universidad, la casa familiar de la calle
Aribau, su atmósfera, los personajes que la habitan. Desde la primera
página se percibe el filtro subjetivo, la realidad pulsada a través de
la mirada de la joven Andrea, que, junto con el relato, transmite sus
sensaciones, estados anímicos, fantasías… al par que se explora y conoce
a sí misma, casi siempre a partir de la negación y del rechazo de la
moral y los valores que encarnan la mayoría de los personajes. En contra
de todos y de todas, Andrea consigue partir, dejando tras de sí la
calle Aribau y Barcelona entera: un mundo, una época.
Por entonces, Ana María Matute ya tenía acabada su primera novela (Pequeño teatro, escrita en 1943 pero sólo publicada en 1954, obteniendo con ella el Premio Planeta), si bien fue con Los Abel (1947) como se dio a conocer
la escritora barcelonesa, apuntando ya en esta obra el aliento
narrativo que la llevaría a forjar una obra literaria extensa y de muy
distinto sesgo que para mí tiene su cénit en Los hijos muertos (1958), verdadera opera magna de la escritora junto con Olvidado rey Gudú
(1993). Situada y ambientada en Hegroz -un pequeño valle entre
montañas, por el que se extienden los bosques de Neva, Oz y Cuatro
Cruces; un escenario literario cuya topografía se corresponde con
notable precisión al trazado real del pueblo riojano de Mansilla de la
Sierra, y que proporciona a la novela su naturalismo de estirpe faulkneriana-, Los hijos muertos
es una de esas obras que, en clave de saga familiar, encierra el signo
de una época: avatares históricos, conflictos morales y sociales,
ideario político, peripecia existencial, sentimientos. Y aunque la
novela esté protagonizada por personajes masculinos, encontramos en ella
una variada gama de figuras femeninas que, si bien al principio
resultan casi tan inaccesibles y adustas (lejanas, escondidas) como el
paisaje que habitan, poco a poco van emergiendo hasta situarse en un
primer plano. Recordemos, además, que es una de las escasísimas novelas
tratan de un tema poco conocido como son los campos de trabajos forzados
existentes durante la dictadura franquista. Son imborrables las páginas
dedicadas a las mujeres de los presos que con los hijos siguen a sus
hombres y viven en unas chabolas, mujeres que “cocinaban en hornillos
hechos con piedra o con ladrillos viejos”, que “dormían bajo los techos
de cañizo, latas vacías y cartón embreado”, mujeres que “se tapaban unas
a otras como podían: con abrigos, con alguna manta, para evacuar sus
excrementos. Parecían avergonzadas y doloridas”.
Ya en la década siguiente, Dolores Medio obtenía también el Premio Nadal 1953 con Nosotros, los Rivero,
novela de factura clásica, que narra la historia de una familia de
clase media en el Oviedo de principios del siglo XX, deteniéndose el
relato en los dramáticos sucesos del “octubre rojo”, que es la fecha en
que arranca otra de las obras más conocidas de esta escritora asturiana,
Diario de una maestra (1961). Fruto de su pasión por la
enseñanza, a la que consagró buena parte de su vida, e inspirada en su
propia experiencia como maestra en un pueblecito asturiano, la novela
centra en la trayectoria vocacional e íntima de Irene Gal durante el
curso 1935-1936, cuando se incorporó de manera activa y entusiasta al
proyecto cultural político y educativo de la II República.
Precisamente Josefina Aldecoa, que se incorpora más tardíamente a la
literatura, alcanzaría su primer gran éxito con una novela muy parecida,
Historia de una maestra (1990), primera parte de la trilogía que componen Mujeres de negro (1994) y La fuerza del destino
(1997), que cubren respectivamente la guerra civil y el exilio. Y sin
embargo, durante mucho tiempo la escritora mantuvo inédita una novela
que a mí me parece realmente ejemplar de aquel neorrealismo de los
cincuenta del pasado siglo, escrita a raíz de una experiencia
londinense, que Aldecoa recuerda en su libro de memorias En la distancia (2004). Me refiero a La casa gris
(2005), que cuenta el verano que Teresa vivió en Londres, en Crosby
Hall, una famosa residencia de mujeres universitarias postgraduadas y
profesionales de distintas disciplinas, situada en el aristocrático y
muy literario barrio de Chelsea. Allí trabajó Josefina Aldecoa de mayo a
octubre de 1950 y para la joven española aquel fue un viaje a la
libertad y a la cultura.
Laforet, Aldecoa, Matute, Martín Gaite y Dolores Medio abrieron un camino
Y en 1957 fue también otra escritora, Carmen Martín Gaite, quien obtenía el Premio Nadal con Entre visillos,
novela imborrable que apuntaba ya la indeclinable sugestión de una obra
fecunda que alcanza distintos géneros literarios. Con un lenguaje
eficaz por su naturalidad y transparencia, un lenguaje visual, grácil,
vivísimo, permeable a los mil registros de una oralidad callejera
(exenta de vulgaridad) a la que la escritora siempre estuvo muy atenta,
en Entre visillos apunta ya la magia verbal de Carmiña,
que nos cautiva a sus lectores-interlocutores hasta el punto de anhelar
que todos sus relatos e historias fueran un cuento de nunca acabar. Sus
personajes nos cautivan especialmente cuando hablan porque son
criaturas a las que la voz se les va coloreando línea a línea. En la
seducción que despierta Entre visillos cuenta mucho la
inmediatez verbal, lo instantáneo de una narración que se abre
precisamente con una carta, la que le escribe Gertru a su amiga Natalia.
Y en los fragmentos de interior verbalizados, en los monólogos y los
diálogos casi minimalistas a ratos, tenemos el espléndido dibujo de una
época vista “entre visillos”, cuyo transcurrir fijo con palabras Martín
Gaite, dejándonos de ella un murmullo extendido en el tiempo. Una época
presidida por la angustia-angostura de la vida provinciana en la que una
joven española caminaba hacia el porvenir rompiendo ataduras. Las
literarias también.
Ella y las demás, que con su dilatada obra nos dejaron un valioso legado en herencia, tanto a lectores como a escritores.
Ana Rodríguez Fischer.
UNA LARGA E INACABADA PREGUNTA
La larga vida de la escritora catalana Ana María Matute
le permitió reunir experiencias distintas: personales, sociales,
políticas e históricas. Pero sobre todo le permitió una larga vida
literaria en la cual cuajaron esas experiencias, además de citarse
diferentes escuelas, estilos y obsesiones, sobre todo obsesiones, como a
ella le gustaba llamar a esas ideas sobre el ser humano y su sed de
poder y su capacidad de odio que cifró en esa maravilla literaria
llamada Olvidado rey Gudú (1996).
La obra narrativa de Ana María Matute comienza en 1948 con Los Abel. Esa obra se mantiene activa hasta 1971, año de la publicación de su novela fantástica La torre vigía.
Viene luego un largo silencio que dura casi veinte años, años de
depresión y como de ausencia, como si el mundo ya no le importara, a
ella que tanto siempre le importó. En 1993 reescribe Luciernagas,
la novela sobre la guerra civil española, con la que quedó finalista en
el premio Nadal de 1949 y que el régimen franquista prohibió. Los años
noventa son tiempo de rescate y reescritura de libros inéditos. Libros
de cuentos y relatos infantiles. Y, sobre todo, el comienzo de la
redacción de Olvidado rey Gudú, una de sus novelas, junto a Aranmanoth (2000), más reconocida por la crítica especializada y los lectores.
En 1961, la autora de Primera memoria publica un libro de cuentos titulado Historias de la Artámila.
Por ese entonces la doctrina de realismo social necesitaba un aire
renovador de estética y emociones de buena ley. Andaban por ahí Ignacio
Aldecoa y Medardo Fraile intentándolo con muy buenos resultados. Me
inicié en este libro gracias a una antología de José María Merino
titulada Cien años de cuentos. Leí ahí una historia titulada Pecado de omisión, perteneciente a Historias de la Artámila.
El cuento es una pieza maestra de la elipsis. Se cruzan en él la
impotencia y la injusticia, dos conceptos cruciales en la literatura de
nuestra escritora. Quien quiera introducirse en la narrativa de Ana
María Matute, en la narrativa que ella defendió hasta hace unos días, la
literatura de los primeros indicios de la crueldad, de la diferencia de
clases, del descubrimiento de la muerte, de la frontera entre el mundo
rural y el urbano, tiene en este texto (reeditado en 2005) un resumen de
su arte poética y su concepto del contar como expresión del dolor
espiritual y la revelación como libertad.
J.Ernesto Ayala-Dip