Publicado en Sistema Digital el 6 de julio de 2012
El PP y el PSOE han instaurado en España desde hace años la política
de los actos de fe. Consiste en aceptar cuestiones muy importante para
la vida económica y social porque sí, sin abrir ningún tipo de debate
social y sin presentar a la ciudadanía el balance de sus ventajas e
inconvenientes para que pueda decidir libremente en función de sus
preferencias.
Uno de esos temas es la entrada y, sobre todo, la permanencia en el euro cuando nos está produciendo un daño tan inmenso.
Las ventajas de formar parte de una unión monetaria son indudables y
máxime cuando está unida a un proyecto en principio tan atractivo y
deseado como el de la unión de las naciones europeas. Pero es evidente
que dejan de existir, o de dar un balance claramente positivo, si
resulta que el marco institucional y normativo que regula el
funcionamiento de la moneda única está mal definido, si sus objetivos no
se fijan en beneficio del conjunto sino de una gran potencia que la
domina o si sus efectos comienzan a producir un deterioro continuado del
nivel de vida de la población.
A mi juicio eso es lo que ha venido ocurriendo pero sin que se haya
debatido abiertamente y, por tanto, sin que haya visos de que se le vaya
a poner remedio.
Técnicamente, el euro es un proyecto inmaduro y bastante imperfecto
por lo que está condenado a producir grandes perturbaciones y quebrantos
a la mayor parte de los países que lo conforman, o para ser más
exactos, a los grupos más desprotegidos de la población de todos sus
países.
Es inmaduro porque no garantiza que las economías que entraron en el
merco de la moneda única con mayor retraso puedan ir poniéndose al nivel
de las más avanzadas, como prueba el continuo incremento de las
desigualdades que han acompañado su trayectoria desde que se creó.
De esa manera, las economías que lo conforman están condenadas a
circular a velocidades diferentes y con resultados muy distintos,
insertas en una especialización y división del trabajo muy desiguales
que dan lugar a un aprovechamiento muy asimétrico de sus beneficios y a
una distribución también muy desproporcionada de las cargas que
conlleva. Basta ver, por ejemplo, que el déficit exterior de la economía
española ha crecido desde que se integró en el euro prácticamente como
una imagen refleja del aumento que registraba el superávit alemán. O
cómo nuestro endeudamiento se ha convertido en una fuente de rentas
multimillonaria para la banca alemana.
El euro responde también a un diseño técnicamente muy imperfecto
porque no se quiso dotar de las instituciones y de los mecanismos que
son imprescindibles para que pueda funcionar sin problemas una unión
monetaria: los que aseguran la coordinación y la plena movilidad de los
factores, la disposición de recursos presupuestarios para hacer frente a
impactos asimétricos y, sobre todo, un auténtico banco central.
Todas esas carencias son fatales, como estamos comprobando cuando la
economía pasa por dificultades. Pero no disponer de un banco central que
financie a los gobiernos e impida que los intereses lleguen a ser una
carga inasumible para los estados (solo a costa de convertir la
financiación en un suculento negocio para la banca privada) es suicida,
como desgraciadamente estamos comprobando en estos meses.
Así concebido, el euro está inevitablemente condenado a transmitir
perturbaciones constantes a los eslabones más débiles de la cadena que
conforman los diferentes países que lo utilizan. Puede llegar a ser cada
día más fuerte en relación con otras monedas, pero solo a base de
descomponer la cohesión entre sus partes y de fortalecer sus centros de
gravedad a base de absorber permanentemente los recursos de las
periferias.
Y me parece igualmente evidente que ninguna de esas carencias ha sido
accidental sino la consecuencia de haber diseñado el euro con una
finalidad política que nadie osó poner en cuestión: limitarse a
sustituir al marco alemán, convirtiendo a la nueva moneda única en un
remedo con mayor radio de acción.
Las consecuencias han sido muy negativas y en estos momentos, por qué
no decirlo claramente, sencillamente catastróficas. Tanto, que Europa
ha tenido que ser sostenida por Estados Unidos y el Fondo Monetario
Internacional ante su propia incapacidad para afrontar los problemas que
ella misma ha creado.
En España casi nadie quiere hablar de otro hecho evidente: desde que
nuestra economía forma parte del euro hemos ido perdiendo nuestro
capital, nuestras principales empresas y canales de distribución, es
decir, el esqueleto en el que ha de sostenerse cualquier economía
nacional. El euro ha desnacionalizado nuestra economía y es una verdadera paradoja que quienes son tan aficionados a las políticas de Estado, ni hagan mención a esto ni parezca que les preocupe demasiado.
Prácticamente han dejado de ser intereses españoles los que
predominan en la inmensa mayoría de los sectores económicos y apenas si
quedan empresas que decidan y actúen fortaleciendo nuestra demanda
nacional o el mercado interno, es decir, nuestra capacidad de generación
de ingresos endógenos.
Es verdad que España ha recibido muchos recursos de Europa pero las
cuentas se hacen bien cuando se registran los movimientos que se dan en
todos los sentidos. Y eso significa que para valorar correctamente el
impacto del euro en nuestra economía y en nuestro bienestar hemos de
contabilizar no solo lo mucho que hemos recibido sino también lo que
España ha entregado.
Si en nuestro país hubiese fuerzas políticas, serias desde hace años
habrían creado en el Parlamento una comisión para evaluar los beneficios
y las pérdidas obtenidos y para realizar así un balance objetivo de
nuestra permanencia en el euro que permitiese que los gobernantes y la
ciudadanía supieran a qué atenerse. Sin embargo, casi nadie quiere
enfrentarse a ello y quienes reclamamos abrir ese debate somos
generalmente tachados de marginales y antisistema (lo que, por cierto,
no es ningún tipo de insulto a la vista de lo que estamos viendo).
No trato de decir que la entrada y permanencia en el euro no tuviese y
tenga ventajas. Desde luego que las tiene y tengo la seguridad de que
son muchas. Simplemente afirmo que lo lógico es debatir sobre ellas y
sobre sus inconvenientes, porque sabemos que estos también son muy
abundantes. Sobre todo, en una situación como la actual, en la que
formar parte del euro nos impone una esclavitud brutal y nos obliga a
aplicar políticas que nos están llevando a la depresión y a renunciar,
prácticamente a cambio de nada, a derechos sociales que tanto había
costado conseguir e incluso a la democracia.
Euro sí, pero no así. Esto es lo que trato de señalar porque me
parece que tal y como está diseñado y con las políticas que están
aplicándose para fortalecer a los grupos de poder que solo quieren que
el euro sea lo que viene siendo, España condenada a fracasar.
El tratamiento que está dándose a la deuda pública y el tipo de
rescate bancario que se nos impone es bien expresivo de lo que ocurre y
de los objetivos que se persiguen. Los bancos alemanes han sido los
principales beneficiarios de la burbuja española. Ellos fueron sus más
irresponsables financiadores, como han sido las autoridades del Banco
Central Europeo que ahora claman contra la irresponsabilidad, quienes
miraron a otro lugar cuando la banca privada hacía el agosto a costa de
ello. Y ahora no saben sacar de la manga otra solución que no sea hacer
cargar sobre la espalda de los ciudadanos la factura de su festín.
Las cínicas amenazas de expulsión del euro de Grecia son simplemente
eso, puras amenazas que Alemania nunca llevaría a cabo porque sus bancos
y grandes empresas son los que más se han beneficiado y los que más
siguen haciéndolo de su presencia en Europa. E igual pasa con España y
los demás países que estén al borde del abismo. Alemania es quien más se
ha beneficiado de nuestra presencia en el euro y quien posiblemente
saldría económicamente más perjudicada a medio y largo plazo si
saliésemos.
Es por eso que España tiene que vender cara su presencia en el euro.
Para poder sobrevivir en el euro, para que a España le intereses
permanecer en él, se necesita un diseño diferente, una nueva
arquitectura institucional y otras políticas verdaderamente efectivas
contra la crisis del tipo que ya señalé en otro momento, y que no pueden
ser de mero impulso de crecimiento a base de grandes infraestructuras y
del uso intensivo de recursos naturales (Austeridad o crecimiento, una alternativa que no resuelve los problemas de Europa). No contemplar la posibilidad de salir del euro es ya un error que nos va a costar muy caro.
Desde luego que la salida sería una opción difícil y traumática,
aunque quizá solo a muy corto plazo y si se compara con la aparente
placidez de la agonía lenta que nos preparan dentro del euro. Pero que
podría dar resultados positivos en un plazo de tiempo bastante más corto
del que se pueda creer.
En realidad, los mayores problemas que existen en este momento para
plantear con éxito la salida del euro no son económicos, dado que no
tendría por que ser muy difícil articular una estrategia de emergencia
que aliviara los costes que lleva consigo. Más bien son políticos,
porque para que pudiera darse con éxito se necesitaría una gran
coincidencia social, una potente convergencia de intereses de la mayoría
de la población, un acuerdo generalizado y un deseo común de defensa de
los intereses nacionales mucho mayor de los que hoy día existen. El
bipartidismo de facto en el que vivimos ha convertido el debate político
en una pelea continua sobre las cuestiones de fachada para disimular
los acuerdos de fondo sobre todo aquello que conviene a los grandes
poderes empresariales y financieros y ha evitado los debates plurales
sobre los problemas auténticos. Eso ha hecho que la mayoría de la
población desprecie la política convencional y mucho más a los políticos
y que no se tenga confianza en las instituciones, lo que dificulta, por
no decir que imposibilita, poner en marcha proyectos transversales como
sería la salida del euro, y que son en realidad los que España creo yo
que necesita.
Este es el verdadero escollo para resolver nuestros problemas
económicos y una razón de gran peso para tratar de regenerar nuestra
vida política articulando nuevas mayorías sociales que den vida real a
la democracia.
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