Para los menos concocedores del Convenio de Naciones Unidas contra el
cambio climático, conviene recordar que este proceso empieza en el año
1992 en la Cumbre de Río de Janeiro. Allí por primera vez los jefes de
estado reunidos acuerdan poner en marcha una herramienta multilateral de
lucha contra el calentamiento. Llevamos, por tanto, 20 años ya en este
proceso y, por cierto las emisiones de gases de efecto invernadero
siguen subiendo de forma imparable. La falta de ambición en Durban no es
sorprendente, pero sí dramática. El tiempo pasa y se avanza demasiado
poco, y demasiado tarde.
Merece la pena recordarlo porque todavía
hoy hay quien da por bueno como resultado de una Conferencia de las
Partes (COP) el mero hecho del reconocimiento de la gravedad del
problema del cambio climático. Pero eso ya está en la agenda desde el
92. En el año 1997 se aprobó el Protocolo de Kioto, el primer gran
instrumento legal para reducir las emisiones. Sin embargo, Kioto no
obliga a reducir emisiones a los países emergentes, y además Estados
Unidos nunca lo ratificó. A pesar de ello, en 2005 entra en vigor, una
vez que ha sido ratificado por 55 países que suponen el 55% de las
emisiones globales en aquel momento. No tardó mucho en quedarse pequeño
por el aumento de emisiones de los países emergentes, en especial China y
la India.
Por eso en 2007, los países miembros del Convenio adoptan un
compromiso importante: el de aprobar un acuerdo justo, vinculante y
ambicioso. La cita sería en Copenhague en 2009 (COP15). En este proceso
lo que funciona muy bien es ir dejandolas decisiones para futuras
citas…pero en Copenhague los jefes de estado no cumplieron su
compromiso, y aquella Cumbre acabó en un enorme descalabro.
Desde entonces, y para satisfacción de los lobbies industriales, que
torpedean cualquier iniciativa que pueda resultar en una reducción de
las emisiones contaminantes, el proceso del Convenio contra el Cambio
Climático no ha podido levantar cabeza. Estados Unidos lleva veinte (20)
años boicoteando, y poniendo obstáculos. Ahora en Durban se unieron
China, India…y así sucesivamente.
Así que el resultado de Durban (COP17) no es ninguna sorpresa. Una
enorme flojera recorre a los gobiernos del mundo cuando se trata de
hacer frente al cambio cimático. No ocurre lo mismo cuando hay que
salvar entidades bancarias, o financieras, a lo que acuden raudos con
los bolsillos llenos de dinero público. Pero esto es diferente: se trata
de invertir en el futuro de unas generaciones que todavía ni siquiera
tienen derecho a voto.
Durban ha puesto una fecha demasiado tardía a la reducción de
emisiones: 2020. Según los cientíificos del IPCC, para evitar un cambio
climático catastrófico hay que empezar a reducir emisiones en esta misma
década. Siguiendo además la evolución de los compromisos, lo decidido
en Durban tampoco es garantía de que se vaya a cumplir, así que seguimos
inmersos en la incertidumbre más absoluta.
La falta de voluntad de los gobiernos es tan escandalosa que sólo un
puñado de ellos han decidido seguir adelante con un segundo período del
Protocolo de Kioto, hasta el momento la única herramienta vinculante de
reducción de emisiones.
Mención especial merece la inmoral decisión de permitir que se
entierre el CO2 en los países pobres, en la mejor tradición de los años
ochenta de deshacerse de la basura en el patio del vecino más pobre.
En definitiva, los acuerdos de Durban mantienen vivo el proceso de
negociación, pero no salvan el clima de la catástrofe hacia la que nos
dirigimos a buen ritmo. Demasiado poco, demasiado tarde.
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