Miércoles de dentista y sol de invierno,
todo cambia para que todo siga igual,
y no hay urnas que aplaquen a la fiera,
ni soledad que borre los nombres
tallados en los árboles desnudos de los parques.
Duelen las muelas y el bolsillo
quemado por las brasas recogidas
en la última primavera en que aún cantabas
como aquel duende camino del trabajo
asaltado por mil durmientes con frío
sin caja de cristal que las proteja.
Es invierno, sin duda, cuando hablas
de la noche coronada de banderas
que un día nos robaron del balcón,
cuando miro asolado las macetas
huérfanas de jazmines y geranios,
como los sueños quemados del estío
cuando tu piel brillaba y era otra
la forma de mirar la carretera.
Era entonces promesa de una huida,
ventana a un paisaje de montañas
o dunas que se pierden a lo lejos,
el viento mece lento las cortinas
como el dulce tintineo de tu risa,
el reloj que mece siempre nuestra siesta.
Es ahora aquel camino,
una canto de sirena sin naufragio,
un acantilado gris con luz de pavesa,
un clavo que arde como zarza
que promete tierras innombradas.
Aquí ya nada tiene remedio,
te dices mientras miras
la senda que conduce hacia el futuro,
y vuelves cabizbajo hacia la sombra
que es la tarde de esta céniza de miércoles.
Pero no.
Hoy es siempre todavía y tú lo sabes.
Como si alguien del pasado te nombrara
mientras andas distraído por la calle
tú sonríes al girar el rostro. Nada
te hará perder el gesto, el desafío
que provoca tanta rabia en cada puño.
Saber que estás a tiempo, aún en invierno,
de incendiar cada mañana con tus ojos,
mirando al horizonte, que te espera
como amante en otro puerto al que regresas
sabiendo que estás vivo, aunque te hieran
los inviernos, los mercados, tanta espera.
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