jueves, 2 de abril de 2009

SOMOS PAISAJES: NARRACIONES Y RELATOS PARA HABITAR EL TERRITORIO

Decía Michel de Certeau (1925-1986), estudioso de la vida urbana, que sin relatos los nuevos barrios de las ciudades quedan desiertos. Es por las historias por lo que los lugares se tornan habitables. ¿Qué raíces podríamos echar en lugares de los que desconocemos su pasado e historia? Así, narrar sirve para habitar, y además para hacerlo bien. Fomentar o restaurar esas narratividad es, por tanto, una forma civilizada y culta de rehabilitación. Hay que despertar a las historias que duermen en las calles y territorios y que yacen a veces en un simple nombre (toponimia), o esperan replegadas en los corazones de esos viejitos del parque (tradición oral), detalles nimios y ligeros como las nubes en los días de viento, siempre marchándose. Las historias son las llaves de los nuevos barrios, de las calles, de los parques y de la ciudad en general. En cierto sentido, el arraigo y la vinculación con los espacios se basan en que los ciudadanos vivimos de historias, narraciones, resonancias y recuerdos del lugar (propios o ajenos).
Esta “sabiduría que destila el territorio” no ha sido ajena a las civilizaciones que se han ido sucediendo a lo largo de la historia; los romanos ya lo supieron ver hace siglos: genius loci, el "genio del lugar"... Y antes, los pueblos megalíticos, celtas e íberos ya identificaron los principales centros telúricos (del latín tellus, tierra) de la península: cuevas, manantiales, montañas, cerros, oteros… Antes de la romanización ya estaba identificada la práctica totalidad de “lugares de poder” de la península, lugares sobre los que se asentaron siglos después, y casi milimétricamente, los enclaves espirituales y religiosos. Sobre lo que la prehistoria había identificado como “lugares de poder”, la historia fue edificando ermitas y aldeas, monasterios y pueblos, catedrales y ciudades, conventos y abadías… Resulta curioso observar como la trama geográfica del cristianismo se ajusta casi perfectamente sobre la anterior trama animista del megalistismo y del politeísmo. En los poros donde la tierra respira, los humanos siempre han querido orar. No es panteísmo, es envolvencia y evolución espiritual. Genuinamente, sólo se evoluciona a partir de la envolvencia del estado anterior. En nuestro caso personal, madurar (evolucionar) es ir integrando (y comprendiendo) el que fuimos: niño, adolescente, joven, adulto. Nadie madura si rompe para siempre con el niño o el adolescente que fue. Todas nuestras edades anteriores perduran en nosotros, envueltos en nuevos ropajes. Sigmund Freud lo advirtió, aunque con ese tono patológico tan suyo, “la mente humana es como las ciudades añejas, desde fuera puede parecer muy moderna, pero el centro es muy arcaico”; en este, nuestro caso, el corazón arcaico y viejito… ¡es nuestra niñez!. Visto así, hay mucha madurez en ser capaz de recuperar (y dejar salir) al niño, adolescente y joven que fuimos… Pero volviendo a la geografía: todo territorio tiene su genio, su telurismo (su energía terrenal), su duende, su chispa, su vibración, su misterio, su vocación, su sorpresa... ¿Quién no lo ha sentido alguna vez en algún lugar? A nadie escapa, a tenor de esas imágenes donde vemos inquietas aves y mamíferos ante la inminencia de cualquier desastre natural (terremoto, tempestad, etc..), que los humanos tuvimos
esa sensibilidad telúrica (ese “sentir la tierra”) hasta no hace mucho tiempo. Algo que sólo parecen conservar los más sensibles (los artistas, por ejemplo, se dediquen a lo que se dediquen), y algunas vocaciones-profesiones relacionadas con el agro, especialmente los pastores, sobre todo por el aprendizaje que deja la estrecha convivencia y observación de los animales. Pero eso no es todo, resulta que “sentir el territorio” es terapéutico, como bien nos recuerda Joaquín Araújo: “tener paisaje es uno de los componentes básicos de la salud”. ¿Por qué si no, hospitales, colegios, oficinas, centros de salud mental, sanatorios, conventos, etc. reservan su área central a algún ejemplar de árbol singular, a alguna alineación de setos, a unos parterres de flor de temporada o un sencillo ajardinamiento? Porque necesitamos tener paisaje, aunque éste sea el que humildemente forma un árbol en medio de un patio de hormigón, o un macetero con geranios en el alféizar de una ventana de casa. Ciertamente algunos lugares nos conmueven o emocionan especialmente, más allá de la explicación racional que podamos encontrarle; más allá de gustos, afinidades, evocaciones o recuerdos. ¿Con qué paisajes resonamos más y por qué? ¿Qué hay de mí en ellos o de ellos en mí? Los lugares que conocimos en la infancia suelen emocionarnos sobremanera; Manu Leguineche recuerda ingeniosamente que “la infancia produce los exiliados más nostálgicos” (y los paisajes asociados a la infancia, también, añadimos nosotros). Y todos, de uno u otro modo, consciente o inconscientemente, tratamos de volver, de vez en cuando, a los paisajes de nuestra infancia. Porque de algún modo es como volver a ella, y máxime si allí logramos dejar salir al niño que fuimos.
En la estrecha relación y alquimia entre paisaje y paisanaje, entre territorio y ser humano, resulta curioso comprobar cómo todo paisaje destila un poso (su genius loci), del que su paisanaje difícilmente suele ser (auto)consciente. Por eso, generalmente, los mejores relatores de los territorios, los mejores alquimistas del paisaje, los indagadores del genius loci, suelen ser forasteros: Camilo José Cela en “Viaje a La Alcarria”, Juan Goytisolo en “Campos de Níjar”, Julio Llamazares en “Tras-os-Montes”, José Luis Sampedro en “El río que nos lleva”… aunque ésta, como toda regla, contenga una valiosa excepción: la de Gabriel Miró en “Años y leguas”, donde el autor descubre su natal Marina Alta de Alicante. Sirvan estas líneas como aperitivo a la apasionante literatura viajera ibérica.
En este sentido, pero desde una óptica más académica, interesa recuperar algunas conclusiones del profesor Enric Pol, uno de los autores que más ha estudiado el fenómeno de la apropiación del espacio, término con el que se conoce al arraigo y vinculación humana con su entorno físico. Para él “la apropiación es la práctica a través de las cual dejamos nuestra impronta en algo o alguien y así deviene nuestro“; o dicho de otro modo, “el espacio no tiene un sentido meramente funcional; es el resumen de la vida y las experiencias públicas e íntimas. La apropiación continua y dinámica del espacio da al sujeto una proyección en el tiempo y garantiza la estabilidad de su propia identidad”. Para Lefebvre (1971) la apropiación “es el objetivo, sentido y finalidad de la vida social”; para Chombart de Lauwe (1976) la apropiación “supone integrar un lugar en las propias vivencias, enraizarse y dejar la impronta, organizarlo y devenir actor de su transformación”; y para Brower (1980) la apropiación “es la conducta territorial que permite la utilización del territorio para usos y objetivos simbólicos”.
Quien quiera bien-habitar el (su) terruño tendrá que tomarse el esfuerzo de caminarlo, sentirlo a pecho abierto, hablar mucho con sus paisanos, escucharles con el corazón, sentir con todos los poros de la piel, leer libros de todo tipo y pelaje, rastrear viejos mapas y planos… hasta que se sumerja tan hondo, tan hondo en el paisaje…¡¡que se encuentre consigo mismo!! y sienta, entonces, las palabras de Goethe: “Lo más sublime es la contemplación de lo diferente como idéntico”. Somos paisaje.

Pablo Llobera Serra
Educador ambiental de Polvoranca, donde trabaja desde septiembre de 1996

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