De todas las crisis ambientales que atenazan el futuro de nuestra sociedad, la del agua es, sin duda, la que puede llegar a generar mayor angustia. Uno se imagina cómo podría llegar a ser la vida en un planeta más cálido y, por lo tanto, menos confortable, con una mayor dificultad para disponer de energía o rodeados de un entorno natural mucho menos acogedor. Pero a nadie se le pasa por la cabeza la posibilidad de vivir en un mundo en el que el acceso seguro al agua potable no estuviera garantizado. Entre otras cosas porque la vida es, si no contamos con la compañía del agua, inimaginable.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) establece en dos litros la ingesta diaria de nuestro organismo. Esa sería la dosis que todos necesitamos para vivir. De esa cantidad se derivarían el resto de usos que hoy en día consideramos indispensables: los que tienen que ver con la higiene, la cocción de los alimentos y el conjunto de consumos que nos aportan salud y que son elementales en nuestra sociedad.
Atendiendo a esos usos básicos, el Programa de la ONU para el Medio Ambiente (PNUMA) estableció hace unos años una cantidad mínima para cubrir nuestras necesidades primordiales: 50 litros de agua por persona y día. Esta dosis nos aportaría, además, bienestar. A partir de este dato empiezan a aflorar los desequilibrios que van resquebrajando el mundo en dos mitades según el acceso a este recurso.
Porque ocurre que, mientras las personas que viven en los países más pobres disponen de no más de 10 litros de agua diaria para sus necesidades básicas, los habitantes de los países desarrollados emplean como media más de 250 litros por persona y día (550 en Los Ángeles, 400 en Japón, 110 en Barcelona). En España, con una media de consumo de 303 litros diarios por habitante (datos del INE del 2005, los últimos) se sitúa en cabeza entre los países con mayor derroche.
Y luego estaría el agua del campo. Aproximadamente un 75% de los recursos hídricos del planeta se destinan hoy al abastecimiento agrícola. La superficie planetaria dedicada a la agricultura de regadío se ha multiplicado por seis en los últimos cien años, lo que ha hecho posible que la productividad agrícola se haya triplicado. Pero el futuro todavía nos obligará a más: la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) prevé que la producción agrícola deberá aumentar en un 45% durante los próximos 40 años para abastecer de alimentos a la creciente población mundial (en el 2030 seremos 9000 millones de humanos) y ese crecimiento exigirá una mayor dotación de agua de riego para las nuevas tierras de cultivo.
Si se cumple este pronóstico, en los próximos 20 años, la demanda de agua por parte de la agricultura se incrementará en más de 600.000 millones de metros cúbicos o, lo que es lo mismo, siete veces el caudal actual del río Nilo, según la mayoría de expertos. Sin embargo, tanto la cuenca del Nilo como el resto de las del planeta transportan cada vez menos agua: los ríos se embalsan a cada paso y desaparecen antes de llegar a sus deltas. ¿Cuál es la solución?
Desde luego, los pozos subterráneos no. Las reservas freáticas ya no dan para más. Casi un 20% de la producción agrícola mundial depende de la extracción del agua que se acumula en los acuíferos del subsuelo, que están menguando en todo el mundo de manera alarmante. Por lo que la única viabilidad para garantizar la sostenibilidad del recurso es mejorar la eficiencia en su uso, o lo que es lo mismo, gestionar de una manera más responsable la demanda, de manera que el reto de los próximos años no va a ser alcanzar una mayor productividad agrícola por hectárea cultivada sino por litro empleado.
Optimizar el recurso, ésa va a ser la clave si queremos conseguir que el agua alcance para todo: desde facilitarnos las funciones vitales hasta llenarnos la despensa. Y es que actualmente, la falta de eficiencia en los sistemas de regadío y la extensión de cultivos inadaptados a las condiciones climáticas propias de la región donde se producen está provocando un derroche desmesurado. En la actualidad, la media global para conseguir una tonelada de cereal requiere el empleo de alrededor de 1000 toneladas de agua. Algunos investigadores opinan que esa misma producción de alimentos se podría reducir como una décima parte del recurso: mejorando los sistemas de riego, evitando fugas y adaptando los cultivos para optimizar el rendimiento de la tierra.
Atajar los abusos y malos usos en el mundo desarrollado será otra de las misiones urgentes. Hablamos de esos millones de hectómetros cúbicos que se emplean a diario para regar la especulación inmobiliaria, para recalificar y recrear espejismos acuáticos donde el suelo y el clima dictan desierto. Pero en lugar de adentrarme en esas cifras del agua profanada, que, además de ser las cifras del despilfarro, suponen la mayor zancadilla al desarrollo sostenible de nuestra sociedad, me gustaría cerrar este artículo regresando al punto de partida para hablar del acceso al agua como derecho humano. Porque aunque esos dos litros a los que hacíamos referencia en un principio parezcan un apunte no contable, algo con lo que arrancamos ya desde la casilla de salida, lo cierto es que la inmensa mayoría de los habitantes de la tierra parten diariamente desde un paso atrás, desde un inseguro e inquietante "menos dos".
De los 6500 millones de habitantes del planeta, el 30% no tiene agua potable y cerca de otro tercio no dispone de los servicios adecuados de saneamiento. Eso significa que más de la mitad de las personas que pueblan el mundo sufren por falta de agua para la vida y los servicios básicos. Más de 4000 niños mueren cada día por no tener un vaso de agua potable para llevarse a la boca. Por eso, antes de hablar del resto de las aguas, es preciso dejar bien claro que el acceso a sus niveles más elementales es algo que no nos iguala sino que sigue dividiendo el mundo entre privilegiados y desamparados.
Son muchos los líderes mundiales que, como Mario Soares, ex presidente de Portugal y presidente del Comité Internacional para el Convenio Mundial del Agua, reclaman que el derecho a este recurso sea entendido como un derecho fundamental de las personas. Para Soares "una de las grandes batallas políticas y sociales de finales del siglo XIX fue el derecho universal al voto. En el siglo XXI, sin embargo, la gran batalla será el derecho a acceder al agua, que es en realidad el derecho a la vida, y ninguna razón - tecnológica, económica o política - debería ser invocada para impedir que se materialice este derecho fundamental e inalienable".
Tal vez deberíamos regresar a este punto, recuperar el concepto de agua como fuente de vida, y reiniciar el debate en torno a su nueva realidad en el mundo estableciendo de buen principio que el acceso al agua potable es un derecho universal y que lo prioritario de ahora en adelante será gestionar de manera responsable su escasez para disponer de agua para todos en lugar de para todo.
José Luis Gallego. Revista Integral nº339
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