Nelson Mandela, el primer presidente negro de Sudáfrica y hombre
clave para acabar con el régimen racista del apartheid falleció este
jueves a los 95 años en su casa de Johanesburgo rodeado de su familia.
La salud de Madiba (abuelo), como cariñosamente se le conocía, era
frágil desde hacía tiempo. Con Mandela desaparece una de las figuras
claves del siglo XX, un símbolo de la capacidad de los pueblos para
superar el pasado.
Nelson Mandela llegó temprano a trabajar el 11 de mayo de 1994,
al día siguiente de tomar posesión como primer presidente negro de
Sudáfrica. Andando por los pasillos desiertos, adornados con acuarelas
enmarcadas que ensalzaban las hazañas de los colonos blancos en la época
de la Gran Marcha, se detuvo ante una puerta. Había oído ruido dentro,
así que llamó. Una voz dijo: “Entre”, y Mandela, que era alto, alzó la
mirada y se encontró ante un inmenso afrikaner llamado John Reinders,
jefe de protocolo presidencial durante los mandatos del último
presidente blanco, F. W. de Klerk, y su predecesor, P.W. Botha. “Buenos
días, ¿cómo está?”, dijo Mandela, con una gran sonrisa. “Muy bien, señor
presidente, ¿y usted?”. “Muy bien, muuuy bien...”, replicó Mandela.
“Pero, si me permite preguntar, ¿qué está haciendo?”. Reinders, que
estaba metiendo sus pertenencias en cajas de cartón, respondió: “Me
estoy llevando mis cosas, señor presidente. Me cambio de trabajo”. “Ah,
muy bien. ¿Y dónde se va?” “Vuelvo al departamento de prisiones. Trabajé
allí de comandante antes de venir aquí a la presidencia”. “Ah, no”,
sonrió Mandela. “No, no, no. Conozco muy bien ese departamento. No le recomiendo que lo haga”.
Mandela, poniéndose serio, trató entonces de convencer a Reinders de
que se quedase. “Mire, nosotros procedemos del campo. No sabemos cómo
administrar un organismo tan complejo como la presidencia de Sudáfrica.
Necesitamos la ayuda de personas experimentadas como usted. Le pido, por
favor, que permanezca en su puesto. Tengo intención de no cumplir más
que un mandato presidencial, y entonces, por supuesto, usted será libre
de hacer lo que quiera”. Reinders, tan asombrado como encantado, no
necesitó más explicaciones. Mientras meneaba la cabeza, perplejo y
admirado, empezó, poco a poco, a vaciar las cajas.
Reinders, cuyos ojos se llenaban de lágrimas al recordar la anécdota
algún tiempo después, me contó que, durante los cinco años que trabajó
junto a Mandela, viajando por todo el mundo con él, no recibió más que
muestras de cortesía y amabilidad. Mandela le trató siempre con el mismo respeto que al presidente de Estados Unidos, el papa o la reina de Inglaterra, quien, por cierto, le adoraba.
El primer presidente negro de Sudáfrica debía de ser la única persona
del mundo, tal vez con la excepción del duque de Edimburgo, que siempre
la llamaba “Elizabeth”, o al menos el único que podía hacerlo sin que se
lo reprocharan. (Un amigo mío que estaba cenando un día con él en su
casa de Johannesburgo recordaba que apareció una criada con un teléfono
inalámbrico. Era una llamada de la reina de Inglaterra. Con una gran
sonrisa, Mandela se acercó el auricular y exclamó: “¡Ah, Elizabeth!
¿Cómo estás? ¿Cómo están los chicos?”)
Lo que pone de manifiesto la relación de Mandela con Reinders —que es
la misma que tenía con todos sus colaboradores, por humildes que fueran
sus cargos— es el secreto de su éxito como líder político. Si la
política consiste en ganarse a la gente, Mandela, como han atestiguado numerosos políticos, fue el maestro consumado.
Tenía a su disposición un cóctel seductor e irresistible compuesto de
un encanto infinito, nacido de una inmensa seguridad en sí mismo, unos
principios inflexibles, una visión estratégica y un pragmatismo
absoluto. Su actitud hacia Reinders era la misma que había mostrado con
sus interlocutores del Gobierno del apartheid cuando inició las
negociaciones secretas con ellos durante los últimos cinco años de los
27 y medio que pasó en prisión; era la misma que tuvo con toda la
población blanca y que acabó convenciendo casi a la totalidad de que no
solo no era un temible terrorista, como les habían programado para creer
durante su cautividad, sino que era su presidente legítimo en la misma
medida en que era el rey sin corona de la Sudáfrica negra.
Le habría costado mucho más convencer a la Sudáfrica blanca para que
abandonara el apartheid y cediese el poder antes de entrar en prisión,
en 1962, y mucho más todavía 20 años antes, cuando se incorporó a la
lucha por la liberación de los negros. El hombre responsable de
reclutarlo fue Walter Sisulu, un astuto activista laboral
que, en el momento de su trascendental encuentro (Mandela diría
posteriormente, con sentido del humor, que se habría ahorrado muchos
problemas si nunca hubiera conocido a Sisulu), era un militante con más
de 10 años de experiencia en el movimiento que iba a acabar por
encabezar la liberación de Sudáfrica, el Congreso Nacional Africano
(ANC).
En aquella época, Mandela era un joven audaz, recién llegado a
Johannesburgo desde la zona rural de Transkei, donde había nacido y se
había criado en medio de lo que, en comparación con la miseria general
de su entorno, eran privilegios tribales. Aunque también había recibido
una sólida educación secundaria, era imposible disimular que allí, de
pie en el despacho del activista laboral, Mandela era un rudo campesino
frente al sofisticado, urbanita Sisulu. Sin embargo, fue Sisulu,
que tenía 30 años —Mandela tenía 24— quien se quedó impresionado,
porque vislumbró en Mandela la semilla de un talento para la política
que tardaría muchos años de lucha y sacrificios en madurar. Al recordar
50 años después qué había pensado de aquel joven erguido en su despacho,
Sisulu decía: “Me impresionó más que cualquier otra persona que hubiera
conocido. Su aire, su simpatía... Yo buscaba a personas de verdadero
calibre para ocupar cargos de responsabilidad y él fue un regalo del
cielo”.
Tardó poco Sisulu en convencer a Mandela, que estaba estudiando
Derecho en Johannesburgo, para que se uniera a su causa. Mandela triunfó
en los dos frentes, y estableció un bufete con otro dirigente del ANC,
Oliver Tambo. Pero donde más éxito tuvo fue en la política. Al carisma
que Sisulu había visto en él, Mandela añadía un valor y un ímpetu que,
durante los años cuarenta y cincuenta, antes de que lo encarcelasen,
derivaba tanto de su indignado sentido de las injusticias que se veían
obligados a sufrir los sudafricanos negros como de su carácter
bullicioso. Ascendió rápidamente en el escalafón y se convirtió en
presidente de la Liga Juvenil del ANC, un cargo desde el que dirigió una
campaña nacional de desafío a un régimen cuyas leyes de apartheid
consagraban en la Constitución las humillaciones y las condiciones de
esclavitud de facto en las que vivían los negros en la punta meridional
de África desde la llegada de los primeros colonos blancos en 1652.
Durante aquella campaña, Mandela reveló un talento histriónico (su
biógrafo oficial, Anthony Sampson, lo calificó de “maestro de la
imaginería política”) que le iba a ser útil mucho después, cuando salió
de la cárcel a la era de la televisión globalizada. Cuando lanzó la
campaña en 1952, se las arregló para garantizar una amplia presencia de
fotógrafos de prensa al prender fuego a su carné de paso, el distintivo
de la ignominia del apartheid, mientras lucía una inmensa sonrisa
juguetona. La fotografía, publicada en todas partes, electrizó a la
población negra, y decenas de miles de personas siguieron su ejemplo.
La seguridad del joven Mandela en sí mismo rayaba en el descaro. En
una reunión del comité ejecutivo del ANC a mediados de los cincuenta,
ofendió a los líderes de la organización cuando pronunció un discurso en
el que predijo —con una clarividencia extraordinaria— que un día sería
el primer presidente negro de Suráfrica.
En aquellos días, con una presencia siempre visible en la primera
línea de resistencia contra el apartheid, se vestía como un millonario. Se hacía los trajes en el mismo sastre que el rey del oro y los diamantes de Sudáfrica, Harry Oppenheimer, y nunca dejó de ser el dandy
de su círculo social en sus incursiones en la vida nocturna de
Johannesburgo. Las fotografías de los años cincuenta muestran a un
hombre con el aire confiado de una estrella romántica de Hollywood. Las
mujeres se enamoraban de él, entre ellas Winnie Madikizela.
Y él —que estaba casado y con hijos— también se enamoró de ella. Winnie
era la Ava Gardner de Soweto, y él, Clark Gable. Mandela se divorció de
su primera mujer, Eveline, y se casó con Winnie, con quien tuvo dos
hijas pero a la que, como se quejaría ella más tarde, veía muy poco,
sobre todo después de que le nombraran comandante en jefe del nuevo
brazo militar del ANC, Umkhonto we Sizwe, La lanza de la nación, en
1961, y se viera obligado a pasar a la clandestinidad. Su veta vanidosa
le perjudicó. Empeñado en ser un Che Guevara, adoptó un eslogan popular
en la época, “Tomaremos el poder a la manera de Castro”, e insistía, en
contra de las advertencias de sus amigos, en llevar uniformes
revolucionarios de color verde cada vez que aparecía en público, pese a
que la policía le había designado como el hombre más buscado de
Sudáfrica. Su incapacidad de mantener la discreción que exigían sus
circunstancias fue una de las razones de que lo detuvieran en 1962;
permaneció entre rejas 27 años y medio.
La cárcel lo moderó, le enseñó a encauzar su talento para el
espectáculo, sus artes de seductor, hacia unos objetivos políticos
realistas. Entró lleno de furia y salió sabio, pero siempre impulsado
por la convicción heroica de que el respiro que había obtenido en su
juicio en 1964, cuando lo condenaron a cadena perpetua en lugar de a
muerte como se esperaba, le obligaba a cumplir su destino como redentor
futuro de su pueblo. La gran lección que asimiló fue que el enemigo no
iba a caer derrotado por las armas; que habría que convencer un día a
los surafricanos blancos para que entregasen el poder voluntariamente,
para que acabasen con el apartheid ellos mismos. La prisión, la celda
diminuta en la que vivió en Robben Island durante 18 años,
fue su campo de entrenamiento para la gran partida que le aguardaba
fuera. La primera lección, decidió, tenía que ser “conoce a tu enemigo”.
Para desolación de algunos otros presos, se propuso aprender afrikaans
—“la lengua de los opresores”— y leer libros sobre la historia de los
afrikaners. Y después se propuso ganarse a los carceleros, porque pensó
que era la forma de conocer las vanidades, los puntos fuertes y débiles
de los blancos en general, para estar mejor preparado cuando llegara el
momento de intentar que cedieran a sus deseos.
El truco era no perder jamás su dignidad ni sus principios, negarse a
ser intimidado y tratar a todos los que le rodeaban con respeto, con el
“respeto normal y corriente” del que Walter Sisulu afirmó en una
ocasión que era el premio por el que luchó durante sus 60 años de
dedicación a la política. Estas cualidades, acompañadas de sus modales
majestuosos, le iban a permitir conquistar a los dos primeros miembros
de la administración blanca con los que habían tenido contacto él y
cualquier otro dirigente negro. Durante sus últimos cinco años en la
cárcel, llevó a cabo más de 70 entrevistas secretas
con el ministro de Justicia, Kobie Coetsee, y el jefe nacional de los
servicios de inteligencia, Niel Barnard; el propósito de las reuniones
era explorar la posibilidad de un acuerdo político entre negros y
blancos. Mientras se iba ganando la confianza de estos dos turbios
personajes (considerados unos monstruos por todo el mundo durante los
turbulentos años ochenta), consolidó su autoridad sobre los demás presos
políticos, igual que lo iba a hacer después con la población negra en
general. Yo pregunté a Coetsee sobre aquellas entrevistas y, como
Reinders, lloró al recordar a Mandela, a quien definió como “la
encarnación de las grandes virtudes romanas: dignitas, gravitas,
honestas”. Barnard no era capaz de llorar pero estuvo a punto, y durante
las siete horas que hablamos siempre se refirió a Mandela llamándole
“el viejo”, como si estuviera hablando de su propio padre.
Al salir en libertad el 11 de febrero de 1990, Mandela emprendió una marcha triunfal por toda Sudáfrica
en la que prefijó un mensaje muy perfilado de reconciliación y desafío.
No era ningún Gandhi y se negó a pedir el cese de la “lucha armada”
—que había sido más bien simbólica— hasta que el Gobierno dio señales
inequívocas de comprometerse a una democracia de pleno derecho en la que
se aplicara el principio de una persona, un voto. No tuvo más remedio
porque el presidente F. W. de Klerk, al que describió con elegancia (y
astucia) como “un hombre íntegro”, creyó al principio que iba a salir
del paso con alguna fórmula sui generis, semidemocrática, que
contemplase los “derechos de la minoría” y asegurase y perpetuase los
privilegios de los blancos. Las negociaciones que se desarrollaron
durante los cuatro años sucesivos fueron duras, pero ni mucho menos tan
duras como lo que estaba sucediendo en los distritos negros, sobre todo
los de la periferia de Johannesburgo. Los últimos coletazos de la bestia
del apartheid se manifestaron en un intento concertado de desbaratar la
transición por parte de fuerzas oscuras en el aparato de seguridad,
aliadas con la organización negra conservadora Inkatha, cuyo líder zulú
de extrema derecha, Mangosuthu Buthelezi, beneficiario del sistema de
“patrias tribales” del apartheid, tenía tanto miedo a que gobernara el
ANC como cualquier blanco. Las matanzas en Soweto y otros lugares
alcanzaron una dimensión inédita en Suráfrica desde la guerra de los
boers, casi 100 años antes.
Mandela clamaba en público, se indignaba contra De Klerk
en privado, y sus colegas de la ejecutiva nacional del ANC tenían que
contenerlo para que no cancelara las negociaciones; para que su ira, que
a veces le cegaba, no le hiciese recurrir a un enfrentamiento abierto.
Sin embargo, cuando llegó la prueba definitiva, supo mantener la cabeza
fría y dio su bendición a un acuerdo trascendental por el que el primer
Gobierno elegido democráticamente del país iba a ser una coalición en la
que los ministerios se repartirían en función del porcentaje de voto
obtenido por cada partido.
Tendió la mano a una Sudáfrica blanca bastante pacificada
convenciendo a su propia gente para que hiciera otra concesión en un
asunto que todos los surafricanos llevaban en el corazón.
Una reunión de la ejecutiva nacional del ANC cuatro meses antes de
las históricas elecciones de abril de 1994. Sin dudar ni por un momento
que el ANC iba a ganar las elecciones, el tema concreto en la agenda era
qué postura debía adoptar el nuevo Gobierno sobre la delicada cuestión
del himno nacional. El viejo himno era claramente inaceptable. Die Stem
era una melodía seria y marcial que loaba a Dios y ensalzaba los
triunfos de Retief, Pretorius y los demás “caminantes” que habían hecho
la Gran Marcha hacia el norte en el siglo XIX, aplastando la resistencia
de los negros. El himno extraoficial de la Suráfrica negra, Nkosi
Sikelele, era la emocionante manifestación de un pueblo que llevaba
mucho tiempo de sufrimiento y anhelaba la libertad.
La reunión acababa de empezar cuando entró un ayudante para informar a
Mandela de que le llamaba un jefe de Estado. Salió de la sala y los
treinta y pico hombres y mujeres del órgano supremo del ANC continuaron
sin él. Había un consenso abrumador en favor de eliminar Die Stem
y sustituirlo por Nkosi Sikelele. Tokyo Sexwale, antiguo preso en
Robben Island y principal miembro del Comité Ejecutivo nacional,
recordaba muy bien la atmósfera de la reunión durante la ausencia de
Mandela.
“Estábamos disfrutando”, me contó. “Es el fin de esa canción, Die
Stem, decíamos. El fin. Se acabó. En este país vamos a cantar Nkosi
Sikelele y nada más. ¡Estábamos divirtiéndonos!”. Entonces regresó
Mandela. “Estábamos todos como niños de primaria”, decía Sexwale, un
hombre grande y fuerte con una rica voz de orador. “Nos preguntó cómo
iban nuestras discusiones y le dijimos que habíamos tomado una decisión.
Dijo: ‘Pues lo siento. No quiero ser grosero, pero...’. Dios mío, todos
queríamos que nos tragara la tierra. ‘Creo que debo expresar lo que
pienso sobre esta moción. Nunca pensé que unas personas experimentadas
como vosotros iban a tomar una decisión de tal magnitud sobre un tema
tan importante sin ni siquiera esperar al presidente de vuestra
organización”.
Y entonces, en el tono más severo y de maestro de escuela que le
habían oído emplear jamás sus colegas del ANC, ofreció su punto de
vista. “Esta canción que despacháis con tanta facilidad contiene las
emociones de muchos a los que todavía no representáis, y de un plumazo
queréis tomar una decisión que destruiría la misma base —la única— sobre
la que estamos construyendo el país: la reconciliación”. Los hombres y
mujeres de la ejecutiva nacional del ANC, muchos de ellos muy conocidos
en Sudáfrica, considerados héroes y heroínas de la lucha, se arrugaron
de vergüenza. Mandela propuso que, cuando se celebraran las elecciones y
para el futuro, Suráfrica tuviera dos himnos, que se tocarían uno
después de otro en todas las ceremonias oficiales, desde las tomas de
posesión presidenciales hasta los partidos de rugby: Die Stem y Nkosi Sikelele.
Derrotados moralmente, apabullados por la lógica del argumento de
Mandela, los combatientes de la libertad se rindieron de forma unánime.
Sexwale se reía a carcajadas años después al recordar el desconcierto
que había sentido al ver cómo les había manipulado Mandela. “Jacob Zuma,
que presidía la reunión, dijo: ‘Bueno, creo... creo... creo que la cosa
está clara, camaradas. Creo que la cosa está clara...’. Nadie levantó
un dedo para oponerse”.
Los miembros de la ejecutiva nacional capitularon por completo ante
la ira de Mandela, porque comprendieron de inmediato que su afán de
venganza sobre la cuestión del himno blanco había sido pueril, que la
respuesta política con más visión de futuro al dilema que estaban
debatiendo era la solución madura y generosa que defendía Mandela. Pero
cedieron ante él también porque, desde las actuaciones magistrales que
había llevado a cabo al salir de la cárcel, habían aprendido a aceptar
que “el viejo” era mucho más hábil que cualquiera de ellos en el arte
moderno del simbolismo político. La importancia del himno era la
creación de un espíritu nacional, la posibilidad de ejercer la
persuasión política apelando a las emociones de la gente. Esa era, como
habían comprendido los demás dirigentes del ANC, la esencia de su
talento político, la faceta en la que dejaba a todos los demás muy
atrás. El propio Mandela me dijo, durante una de las conversaciones que
mantuvimos en su casa, que había sermoneado al comité ejecutivo sobre la
necesidad de ganarse a los afrikaners, de demostrar respeto por sus
símbolos, de esforzarse por incluir unas cuantas palabras en afrikaans
al comenzar un discurso. “No les estáis hablando al cerebro”, dijo, “les
estáis hablando al corazón”.
Hizo lo mismo, con un éxito aún más espectacular, al año de asumir la
presidencia, en la Copa del Mundo de rugby, que se celebraba en
Suráfrica por primera vez. Consiguió la increíble proeza de convencer a
su propia gente para que apoyaran a los Springboks, la selección
surafricana, con lo que transformó uno de los símbolos más odiados de la
opresión del apartheid en un instrumento de unidad. A pesar de que solo
había un jugador que no era blanco en el equipo, los negros, a
instancias de Mandela, adoptaron a los Springboks y empezaron a
considerarlos representantes lógicos de la nueva bandera nacional. Es
imposible olvidar cómo, en la final de Johannesburgo, en la que venció
Suráfrica, prácticamente toda la muchedumbre de blancos (los aficionados
al rugby no habían estado precisamente en la vanguardia del progresismo
racial durante los años del apartheid) gritaba su nombre. “¡Nelson!
¡Nelson! ¡Nelson!”. Cuando Mandela entregó la copa al capitán del
equipo, François Pienaar, un grandullón rubio hijo del apartheid, le
dijo: “Gracias, François, por lo que has hecho por nuestro país”. “No,
señor presidente”, replicó Pienaar, con una enorme presencia de ánimo.
“Gracias a usted por lo que ha hecho por nuestro país”.
Aquel día, probablemente el más feliz —y desde luego el de más unidad
patriótica— de la historia de Sudáfrica, Mandela culminó su doble
misión imposible del liderazgo político. Convenció a todo un pueblo, el
pueblo con más división racial de la tierra, para que cambiara de
opinión.
El objetivo fundamental de Mandela durante sus cinco años como
presidente fue cimentar las bases de la nueva democracia, alejar la
perspectiva de una contrarrevolución terrorista de la extrema derecha
armada. Y lo consiguió. Sudáfrica, pese a todos los problemas que hoy
tiene (problemas que comparte con docenas de países, después de haberse
deshecho de la épica y terrible singularidad que en otro tiempo le
distinguía del resto del mundo), es una democracia estable, mucho más
respetuosa con el imperio de la ley y la libertad de expresión que, por
ejemplo, Rusia, otro país que acabó con años de tiranía más o menos en
la misma época. Se ha dicho, y seguramente se seguirá diciendo mucho
tiempo, que Mandela podría haber hecho más para remediar las injusticias
económicas del apartheid. Tal vez, pero en un país con un elevado
índice de natalidad y sin unas cifras de crecimiento económico
equiparables, ese era un reto prácticamente imposible. Lo mejor que
puede decirse es que la presidencia de Mandela vio la aparición de un
nuevo y potente fenómeno social, inimaginable en los años del apartheid:
una clase media negra floreciente. Podría haber emprendido toda una
redistribución de la riqueza nacional, pero eso seguramente habría
provocado lo que más temía, una guerra civil entre razas. La economía
que hubiera quedado después habría sido una economía de cementerio. Por
lo que Mandela luchó la mayor parte de su vida fue por la democracia, y,
una vez lograda, su prioridad pasó a ser la paz.
Una paz como la que acordó con John Reinders, cuyo trato por parte de
Mandela ilumina la gran lección que ofrece a todas las personas de
cualquier parte, ya sea en el liderazgo político o en esferas de la vida
menos ambiciosas. Siempre fue coherente entre lo que predicaba y lo que
practicaba. Hablaba de justicia y respeto y trataba a todo el mundo,
por humilde que fuera su condición o por irrelevante que fuera para sus
objetivos políticos o personales, con la misma consideración. Un año
después de que Mandela abandonara la presidencia, Reinders, que siguió
trabajando a las órdenes de su sucesor Thabo Mbeki, recibió una llamada
de su antiguo jefe. ¿Podía ir con su familia a comer a su casa el
domingo siguiente? Reinders acudió con su esposa y sus dos hijos
creyendo que se trataba de una reunión amplia. Pero no, Mandela solo
había invitado a su familia.
Al empezar la comida, Mandela elevó una copa y, dirigiéndose a la
mujer y los hijos de Reinders, les pidió perdón por haberles privado
tanto tiempo de la compañía de su padre y marido. “Pero llevó a cabo sus
obligaciones de manera espléndida. ¡Espléndida!”. Reinders, que volvía a
llorar recordando la historia, me contó que, después de comer, Mandela
les acompañó a la calle y, cuando se alejaba su coche, se quedó
diciéndoles adiós con la mano.
En una ocasión pregunté al arzobispo Desmond Tutu,
premio Nobel de la Paz como Mandela y una de las personas que le
conocían más de cerca, si podía definirme su mejor cualidad. Tutu se lo
pensó un momento y entonces, con aire victorioso, pronunció una palabra:
magnanimidad. “Sí”, repitió, la segunda vez en tono más solemne, casi
en un susurro: “¡Magnanimidad!”.
Un sinónimo de magnanimidad podría ser grandeza. Es posible que no volvamos a ver nunca a nadie igual.
John Carlin es periodista y el autor de El factor humano: Nelson Mandela y el partido que salvó a una nación.
Zuma: “Siempre te querremos, Madiba. Descansa en paz”
“Siempre te querremos, Madiba. Descansa en paz”. Nelson Mandela murió
anoche en su casa de Johanesburgo, después de casi seis meses ingresado
en hospital de Pretoria. Más que un hombre, Sudáfrica perdió ayer a “un
padre”, al “hijo más grande”, anunció el presidente, Jacob Zuma, en un
discurso televisado a toda la nación desde los Union Buildings, la sede
del Gobierno en Pretoria. La muerte de Mandela se produjo hacia las
20.50 hora local (una menos en la Península). “Mandela se ha ido en paz y
rodeado de su familia”, informó un Zuma visiblemente afectado, que
anunció que todas las banderas del país lucirán a media asta hasta el
día del funeral. Con Mandela no sólo muere un hombre, un presidente sino
que se va un icono y símbolo de la paz y de la reconciliación a nivel
global.
Y Sudáfrica no quiere ahorrar en protocolo para despedirle. Madiba,
como se le conoce en el país, tendrá un funeral de Estado,
previsiblemente el próximo 14 de diciembre, en el que con toda seguridad
asistirán las más altas representaciones políticas, sociales y
culturales de todo el mundo. Mandela no era un santo, como él mismo no
se cansó de repetir ante los elogios que casi lo elevaban a los altares,
pero ya en vida pasó a la historia mucho más allá del hombre.
Zuma tuvo palabras de cariño para su extensa familia, empezando por su mujer Graça Machel, su exesposa Winnie,
sus tres hijas, nietos y bisnietos, olvidando los disgustos que el clan
ha dado al Gobierno al airear sus diferencias y trapos sucios en
público. Unas disputas que han enrojecido a los sudafricanos, acusando a
los parientes de no respetar la memoria de su padre.
Tres años y medios hacía que el viejo presidente no aparecía en
público, desde el final de la Copa del Mundo de Fútbol, en julio de
2010. Pero Mandela ha continuado estando presente en la vida política y
social del país. No hay nadie que no se reclame heredero de su legado,
quien no apele a su imagen para recaudar fondos para proyectos sociales
que diluyan las sangrantes desigualdades sociales que aún hoy coinciden
mayoritariamente con las raciales. Mandela no ha podido ver, por
ejemplo, ni empezadas las obras del hospital infantil que llevará su
nombre por falta de fondos. En cambio, ha construido una fundación muy
activa no sólo en recordar su espíritu sino en promover campañas
solidarias, como el Día Mandela, en el que anima a dedicar 67 minutos a
actos en favor de la comunidad.
Mandela deja huérfana a una Sudáfrica
y se va en vigilias de que el país celebre el 20 aniversario de la
democracia que tanto ayudó a conseguir. “Hemos perdido al más grande de
sus hijos, como el hijo que pierde a su padre”, afirmó Zuma, al tiempo
que señalaba que no sólo es una pérdida para el país sino que su adiós
será sentido con el mismo dolor en todo el planeta. “Su humildad, su
compasión, su humanidad le hizo ganarse el cariño de millones de
personas de todo el mundo”. Un ejemplo de ello es que apenas se comunicó
oficialmente la muerte en Pretoria, en Washington el presidente Obama
daba cuenta de su pesar.
No por esperada, la muerte de Mandela será menos dolorosa, aseguró el
presidente Zuma. Hace meses que se especulaba sobre el desenlace
inminente, a veces alimentado por los comentarios de la propia familia
de Madiba. Ayer por la tarde, los periodistas que desde que el pasado 1
de septiembre quedó ingresado en su casa de Johannesburgo estaban
haciendo guardia, dieron la voz de alerta. Demasiados coches oficiales y
de policía una inusual reunión familiar en el interior del domicilio en
una horas intempestivas para visitar a un enfermo. Esta vez no eran
rumores. La confirmación llegó media hora antes de la medianoche.
De hecho, el miércoles por la noche empezaron a correr comentarios de
que el Gobierno había suspendido actos oficiales previstos para finales
de la semana que viene a la espera del funeral de Mandela. Lo que
parecía una nueva ola de rumorología fue un avance de lo que pasaría
horas después. En seguida, decenas de ciudadanos se acercaron al barrio
de Houghton para dar tributo al político que lideró la transición
democrática sin apenas violencia.
Y esa unidad que Mandela pidió en vida, tan sólo poner un pie en el
suelo después de estar 27 años preso, la volvió a pedir el presidente
Zuma. Tras dos décadas de democracia, Sudáfrica ha conseguido pocos
símbolos que una a todas las razas que conviven. Mandela es uno de
ellos. Por eso, Zuma reclamó “unidad” para “despedir” a Madiba.
Muestra de que los sudafricanos van a volcarse en los actos fúnebres
fueron las muestras espontáneas ante su casa. Ciudadanos con banderas
sudafricanas, entonando canciones tradicionales africanas en señal de
respeto, familias enteras con niños en pijama, aprovechando las
temperaturas agradables del verano austral y las vacaciones escolares.
La Sudáfrica del arcoíris, la de todas las razas coincidieron de nuevo
ante la casa en que Mandela acababa de fallecer..
Madeleen Engelbrecht, una ingeniera afrikáner, aseguró
anoche estar “consternada” y explicó que se temió “lo peor” cuando la
radio de su coche cortó la emisión para dar una última hora. “Me parece
mentira, aunque ya estaba muy mayor, me da mucha pena”, admití mientras
mostraba su emoción acariciándose los brazos.
Con Mandela se va el “padre de la nación”, el líder que reconcilió un
país que durante siglos, en el colonialismo y el apartheid, vivía
discriminando a los no-blancos. Nadie como él para pedir a su gente que
fuera generoso con los blancos. Él que había estado condenado por
traición a cadena perpetua y pagó su lucha por la igualdad con 27 años
de cárcel. Un profeta en su tierra.
Obama: “Mandela ahora pertenece a la eternidad”
Visiblemente emocionado, el presidente de Estados Unidos, Barack
Obama, ha loado la trayectoria vital y política de Nelson Mandela y ha
destacado el impacto que tuvo en su propia vida en un mensaje desde la
Casa Blanca, ofrecido minutos después de que se anunciara la muerte del líder sudafricano.
Las palabras del mandatario se han sumado a la de otros expresidentes y
altas personalidades políticas de este país que han coincidido en
resaltar su lucha a favor de la libertad y el poder transformador de su
ejemplo en la deriva de Sudáfrica. Mientras Obama hablaba, en la
embajada sudafricana en Washington se iluminaba la estatua de su
expresidente, inaugurada hace unas semanas, frente a la que ya se habían
empezado a congregar los primeros compatriotas que se habían acercado
hasta allí para mostrar sus condolencias.
“Su compromiso por buscar la reconciliación con aquellos que lo
enviaron a prisión es un modelo de conducta al que debería aspirar toda
la humanidad”, ha señalado Obama. El presidente ha reconicido que
Mandela era su héroe y, este jueves, se ha referido en varias ocasiones a
la influencia que tuvo en él cuando todavía era un estudiante. “Mi
primera actividad verdaderamente política fue manifestarme contra el
apartheid”, ha recordado Obama, tras insistir en que no podía imaginarse
su propia vida “sin el ejemplo dejado por Mandela”. “No nos pertenece,
pertenece a la eternidad”, ha asegurado.
Este verano, el presidente viajó a Sudáfrica con la esperanza de
poder conocer a Mandela, pero su delicado estado de salud frustró ese
encuentro. Obama, no obstante, visitó junto a sus hijas la diminuta
celda en la prisión de Robben Island, en la que el expresidente
sudafricano vivió encerrado 27 años. “El día que fue excarcelado tuve la
certeza de lo que los seres humanos pueden hacer cuando están guiados
por sus esperanzas en lugar de por sus miedos”, ha explicado el
presidente, en otro ejemplo del impacto que Mandela tuvo en él.
Su predecesor en la Casa Blanca, George W. Bush, ha destacado que el
líder sudafricano fue “una de los grandes impulsores de las libertades y
la igualdad de nuestro tiempo”. Su padre, George H. W. Bush, ha
reconocido que era “un hombre de gran valentía que transformó el curso
de la historia de su país”.
Bill Clinton ha mostrado sus condolencias vía Twitter junto a una foto de ambos:
“Nunca olvidaré a mi amigo Madiba”. El expresidente demócrata y su
mujer, Hillary, visitaron a Mandela en varias ocasiones y, como Obama,
nunca ha ocultado su admiración por él. El expresidente Jimmy Carter se
ha dirigido a los ciudadanos sudafricanos, señalando que “habían perdido
a un gran líder”.
Desde Israel, donde se encuentra para tratar de impulsar las
negociaciones de paz en Oriente Próximo, el secretario de Estado, John
Kerry, ha destacado, precisamente, que Madiba será recordado como "un
pionero de la paz". "Su viaje hacia la libertad dio un nuevo significado
a las palabras valentía, perdón y dignidad humana. Ahora que ese largo
camino ha llegado a su fin, el modelo que él ha ofrecido a la humanidad,
vivirá para siempre", ha señalado Kerry en un comunicado.
El jefe de los republicanos en el Congreso, John Boehner, también ha
recalcado el profundo cambio que llevó a su país. “Mandela lideró a sus
conciudadanos en una transformación épica con una autoridad tranquila
que dirigió su propio camino desde la prisión a la presidencia”.
"Siempre se dice de alguien cuando muere que sus palabras y sus
acciones le sobrevivirán, pero en este caso es cierto", ha destacado en
un comunicado la antigua secretaria de Estado con la Administración
Clinton, Madeleine Albright. Otra ex secretaria de Estado, Condoleeza
Rice, ha ensalzado la figura de Mandela como símbolo de lucha "por los
derechos humanos y la igualdad".
El todavía alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, se ha lamentado
por la “pérdida de una de las figuras más influyentes de la historia
moderna” y el presidente del Comité de Asuntos Exteriores del Senado, el
demócrata Bob Menéndez, ha recordado cómo Mandela “nos enseñó sobre
humanidad en medio de la inhumanidad”.
Muhhamad Alí, que coincidió con Mandela en varias ocasiones, ha
dirigido una emotivas palabras en homenaje al expresidente sudafricano:
"El suyo fue un espíritu libre nacido para alzarse sobre el arcoíris.
Hoy ese espíritu se alza sobre los cielos y será libre para siempre".
Soweto llora a Madiba
El hombre Nelson se ha ido pero su legado de paz y reconciliación
continúa vigente y vivo. Sudáfrica se ha despertado esta mañana con
tristeza por la muerte del que fue el primer presidente negro pero
también con cierto alivio porque por fin el viejo Madiba, de 95 años, puede descansar tras toda una vida dedicada a luchar por los derechos y las libertades de los demás.
“Me he enterado en el autobús de que Madiba se ha muerto”, se
lamentaba una mujer de camino a su trabajo en uno de los distritos
acomodados del norte de Johannesburgo. La noticia se conocía cerca de la
medianoche, una hora intempestiva para un país que vive y respira al
ritmo de la luz solar. Por eso muchos sudafricanos se van enterando poco
a poco, cuando leen las ediciones especiales que han sacado los
diarios, que en grandes fotografías y titulares rinden su particular
homenaje. “El mundo llora”, acierta el popular The Star.
Con lágrimas en los ojos Razia Moosagee, de origen indio, decía estar
“consternada”. Se ha enterado esta mañana y anima a sus compatriotas a
“recordar el enorme sacrificio que hizo por Sudáfrica, a recordar su
contribución al país de libertad que tenemos ahora” y a tenerlo como
“ejemplo de que con odio Sudáfrica irá para atrás”.
Hoy empieza el periodo de luto que se alargará hasta los funerales de
Estado, previstos en un plazo aproximado de 10 días, aunque se podrían
ampliar para tener todo el protocolo preparado para recibir a las
centenares de personalidades del mundo de la política, la cultura o las
asociaciones benéficas.
La capilla ardiente se instalará en Pretoria, custodiada por la
Guardia de Defensa. Esta ciudad, la capital política, acogerá el funeral
de estado sin el cuerpo presente, en los Unions Buildings, la
majestuosoa sede del Gobierno.
Las muestras de respeto y de consternación empezaron poco después de
que el presidente, Jacob Zuma, anunciara a la nación de la muerte de
Mandela. Decenas de personas se congregaron ante la casa de Madiba para
rendirle homenaje improvisado.
Durante los próximos días, las banderas de todo el país ondearán a
media asta, y aunque no se ha decretado ningún día festivo, se
facilitará a los trabajadores permisos especiales para acudir a los
servicios en su memoria.
Nada ha trascendido de cómo transcurrirán los actos fúnebres, que se
consensuarán entre la familia Mandela y el Gobierno. Se baraja la
posibilidad de organizar un gran acto de despedida, seguramente en
Soweto, el township (gueto) donde Mandela vivió los años
anteriores a su encarcelamiento y dónde se instaló tras su puesta en
libertad en 1990 y uno de los símbolos anti apartheid.
El arzobispo emérito de Ciudad del Cabo y amigo de Mandela, Desmond
Tutu ha organizado esta mañana una plegaria en Ciudad del Cabo y no ha
podido evitar las lágrimas al recordar la figura de su viejo camarada
contra el apartheid.
Tutu, como el día anterior hizo Zuma, ha pedido a los sudafricanos
que se mantengan unidos en estos momentos, tal y como Mandela les enseñó
nada más ser excarcelado tras pasar 27 años en la prisión, el 11 de
febrero de 1990.
“Madiba ha sido un extraordinario regalo para todo el mundo”, ha
dicho Tutu en el servicio religioso, para añadir que a pesar del dolor
Sudáfrica no puede “”regodearse en el dolor de las lágrimas”. El
arzobispo ha asegurado que el mundo “quiere a Mandela por su coraje,
convicciones y el cuidado de la gene”
Pero donde quizá se esté notando más la muerte de Mandela es en
Soweto. Una multitud baila al ritmo de canciones tradicionales africanas
delante de la que fue casa de Mandela, en la calle Vilakasi, la única
del mundo que puede presumir de haber acogido a dos premios Nobel de la
Paz: el propio Madiba y Tutu.
Como todos los viernes, hoy Sudáfrica conmemora el Viernes de
Libertad que anima a los sudafricanos a vestirse con los trajes
tradicionales tribales o lucir las camisetas de las selecciones
nacionales deportivas. Es una iniciativa que trata de crear sentimiento
de unidad, de que todos, negros y blancos, se sientan “orgulloso” de ser
ciudadanos de un país multirracial y multicultural. Se ve mucho
amarillo en Soweto, el color del equipo Bafana Bafana, la selección de
fútbol, aunque se confunden con las camisetas del Congreso Nacional
Africano, el partido desde el que Madiba luchó por las libertades.
La universitaria Deidre Mae tampoco puede esconder su “profunda
tristeza” y asegura que a lo largo del día dejará una vela encendida en
esta calle. La llama de lo que sembró Mandela no debe apagarse.
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